Fleur

VI. Cerro de estrés.

Fleur

 

 

Un jodido cerro de estrés, una mierda de estrés. Quizá algo más allá que eso, pero sinceramente. Me importaba poco —aunque esa aseveración fuera netamente mentira—.

Eso era lo que me esperaba en aquél viaje a Miami, algunos meses atrás se habían presentado varios inconvenientes con la empresa de mi familia —la empresa de aromas, perfumes y fragancias más reconocida—, y aunque yo tenía mis propios ingresos, con mis bars y algunos restaurants que había abierto, mi padre seguía fastidiándome porque tomara la batuta de una de las sedes —inicialmente, porque quería que de una vez tomáse el control de la empresa, lo que era una estupidez para mi—.

Toda mi vida me la pasé rodeado de eso, perfumes, aromas y demás cosas insulsas que jamás me interesaron —aunque, obviamente no me molestaba el hecho de que me regalaran perfumes de hombre cada cumpleaños—.

Nunca había deseado tomar aquella responsabilidad, nunca me había importado, no era muy fanático del dinero que se dijera —aunque bien que si servía para muchas cosas—, la cuestión era que simple y llanamente, detestaba los negocios familiares.

Deseaba que se lo dieran a mi hermana Paulina, que le dieran esa potestad y ese derecho, ella sí lo querría agarrar porque, de la familia, era la que más adoraba el dinero. Vamos, que si fuera por ella le monta un altar al Dios del dinero y que le llueva más.

Sin contar, que todas las mujeres en esa empresa me miraban de dos maneras, o con hastío o con deseo, las primeras simplemente fueron malos polvos que jamás pudieron superarlo y las últimas, bueno... Dejemos ese tema allí, es mejor cortarlo por lo sano.

Además de que mi padre quería que me cambiara el tono de cabello y jamás, en serio, jamás dejaría mi tono azulado platinado, me gustaba así y nadie se tenía que meter en eso.

Así que sí, estaba viajando hacia Miami, hacia una de las sedes de mi padre, para complacer uno de sus ineptos deseos —y no era que odiara a mi padre, simplemente era que no le interesaba ni un poco lo que yo realmente anhelaba—.

Me había sentado en uno de los asientos intermedios en primera clase, pedí un vino de moras seco y cuando me lo llevaron, me lo fui tomando de sorbo en sorbo, paulatinamente.

Veía a las personas subiendo hacia el avión y me parecía que todos en el mundo erámos a simple vista insignificantes y que si se pensara de esa manera, siendo una persona insignificante, ¿por qué pensar en sueños y demás placeres?

— Mierda, está haciendo como frío —comenté después de un tiempo del despegue para mi mismo, mientras sacaba una de mis mantas del bolso de mano y me cubría con ella hasta la naríz, me coloqué un gorro, ocultándo mi cabello y suspiré, acomodándome un poco más en el asiento.

En cuanto intenté coger el sueño y atraerlo a mi, un aroma bastante dulce —casi que demasiado—, se coló por mis fosas nasales sin permiso alguno y mi cuerpo respondió por mi, fruncí la nariz ya que ese olor tan empalagante me picó en la nariz.

Sentí que alguien se sentó en el que se suponía que era el lado de la ventana y ese olor dulce se arraigó aún más, definitivamente era una chica —una rara, ya que empezó a olisquearme como si fuera algún animal—.

Escuché algo así como un suspiro extasiado y luego unas simples palabras.

— Bueno, al menos este huele bien —comentó, mientras se acomodaba en el asiento, me impresionó la franqueza con la que esta hablaba, sin siquiera importarle si yo podría escucharla o no. Sin contar que su tono de voz era tajante, serio y terroríficamente agradable.

— Yo siempre huelo bien, nena —no pude evitar decirlo, algo en esa chica me llamaba y eso que ni siquiera la había visto, solté el comentario así como así y ella guardó silencio.

Así pasó todo el transcurso del viaje, se quedó dormida en algún punto ya que su respiración se tornó pesada en un momento a otro; tiempo después ya estábamos aterrizando, así que —aunque fuera un poco infantil— me tiré sobre aquella chica, como si no hubiera un mañana, haciendo que todo mi peso estuviera sobre ella.

— Disculpe... —musitó la voz severa de esa chica, estaba aterciopelada y enronquecida por las horas de sueño— Disculpe, señor, me está aplastando y además, ya llegamos a nuestro destino —volvió a decir, parecía incómoda, pero yo no daría mi brazo a torcer, así que acentué más mi peso sobre esa chica.




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