Fleur

XXII. ¿Para qué mantener esta farsa?

Sofía.

Después de una semana de haber traído a lo más hermoso de mi vida a este mundo, ya sabía lo que padecieron mis padres cuando yo nací.

No puedo decir que tener un bebé no es la mejor experiencia, porque sinceramente, es increíble la manera en la que esas pequeñas criaturitas, esas hermosuras diminutas que dependen 100% de ti y que parecen tan indefensas que no quieres soltarlas, se convierten en una parte fundamental de tu vida, hasta podría decir que en el principal engranaje de esta.

Era maravilloso ser madre y darle una nueva razón de ser a mi vida, a través de los hermosos ojos de mi pequeño Damián.

Lo que definitivamente no era hermoso —para nada de hecho—, eran los dolores post parto, que aunque no eran muchos me irritaban y me hicieron movilizarme por toda la casa como un pingüino.

Tampoco era hermoso, el hecho de que Damián se despertara siempre en las madrugadas, a llorar y llorar por no sé qué cosa y a rogar por comida —ese niño era un reloj andante—, no podía oler cerca mis pechos porque ya se quería pegar a ellos como si no hubiera un mañana.

A penas y tenía una semana de nacido y a los primeros días ya me había roto los pezones por lo fuerte que era la succión que empleaba a la hora de comer, no puedo negarlo, las primeras veces fue doloroso y me hacía sentir débil el hecho de que luego de vaciarme un seno, se fuera hacia el otro... Pero todo era mejor cuando veía su pequeña carita, mirandome a los ojos y al rostro completo, viendome como si yo fuera uno de sus fundamentos, la persona más importante que tenía en su vida.

Xavier, había tenido un comportamiento excepcional, en aquellos momentos no podía decir absolutamente nada malo de él, porque la simple verdad es que era ejemplar; había comprado una pequeña cuna de madera de caoba barnizada, era oscura y tenía detalles preciosos, en la cima de esta colgaban diversos juguetes en un aparato que tenía música suave y, que de alguna manera, tranquilizaban a mi pequeño.

Eran las nueve de la noche y yo no podía evitar echar un ojo cada cuanto tiempo para ver si mi bebé estaba bien, Xavier y yo nos encontrábamos recostados en la colcha de la cama, el leyendo un libro y yo simplemente vagueando en mi telefono celular.

En cuanto un quejido se escuchó, ambos volteamos rápidamente hacia la cuna y antes de que Damián soltara el llanto, Xavier se levantó con destreza y con habilidad lo tomó entre sus brazos —ya teníamos días de práctica y se nos hacía más sencillo tomarlo en brazos, cambiarlo de ropa, cambiarle los pañales y bañarlo, aunque de eso último se encargaba más que todo Xavier—.

—Hola chillón —lo saludó jocoso, mientras con su dedo índice intentaba tomar una de sus diminutas manos, mi bebé se quedó tranquilo apretando su dedo y lo miraba, lo miraba y lo miraba—, vamos a ver porqué andas tan llorón a estas horas, si aun no te toca comer...

Estaba atenta a todo lo que hacía, tomó a mi pequeño y empezó a desabrochar el body que tenía para luego revisar su pañal, arrugó la naríz y me miro disimuladamente.

—Hoy te toca a ti, así que a mi no me mires —me mofé, mientras levantaba las manos cómica, él bufó mientras volteaba los ojos con exageración, me levanté con parsimonia y le sonreí dándole un beso en la mejilla—, anda, se un buen amigo, yo prepararé una avena con leche cremosa con canela para ambos ¿Te parece?

—¿Me estás cambiando mierda de bebé por avena? —interrogó el peliazul, mientras ágilmente le terminaba de quitar las prendas a mi niño, yo ladeé la cabeza como si estuviera pensando lo que dijo y asentí, lo vi encogerse de hombros, mientras se resignaba— Ya qué, igual lo iba a hacer.

Mientras que él se encontraba en la habitación cambiando a Damián, yo me dediqué a hacer un poco de avena de cena, hasta que no estuvo cremosa no me detuve, a la mía le coloqué canela y a la de él clavitos de olor, porque le encantaban esas mierdas y ni sabía el porqué.

Con paso cansino —ya que aún sentía corrientazos cuando me movía— me dediqué a ir hacia la habitación, y lo que me encontré allí, sin duda alguna, me dejo estupefacta; si no fuera porque sabía que si tiraba los dos pequeños platos hondos llenos de avena al piso, debía limpiarlo yo, se me hubieran caído.

Allí estaban, Damián y Xavier, el más pequeño de una manera muy holgazana tirado sobre el plano abdomen del mayor, él con sus brazos lo rodeaba, y ambos suspiraban de forma adormilada, aquella vista me enterneció profundamente, sin embargo, carraspeé para que Xavier se percatara de que ya había llegado a la habitación.




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