Fleur

XXIII. Como una fiera.

Dos semanas después.

 

Faltaba una semana para que mi pequeño Damián cumpliera un mes de vida —también un mes defecando, orinando, comiendo y llorando como si no hubiera un mañana, porque para eso vivía ese niño—, un mes desde que Xavier y yo, sin duda alguna, no habíamos podido ni pegar un ojo en las madrugadas desde las 3 o 4 am, porque a Damián le daban no ganas de comer, ni ganas de que lo limpiaran.

Mi pequeño niño, había tomado la mala costumbre de querer olernos, tanto a Xavier como a mí a esa hora, sí, eso quiere decir que teníamos que pasarlo de la cuna a la cama para dormir con él, porque si no, se me le reventaban las cuerdas vocales al pobre muchachito.

Así que  ahí estábamos ese día lunes, los tres tirados en la cama, yo a un costado de mi bebé y Xavier al otro, ambos arropándolo con nuestros brazos y cuidando de no aplastarlo y que no se cayera, los tres estábamos plácidamente dormidos, hasta que un estridente y repetitivo sonido, hizo que yo me desesperezara y que mi pequeño empezara a removerse incómodo.

Antes de que empezara a llorar, lo tomé en mis brazos y le siseé dulces canciones para que se durmiera, pero estaba renuente, con sus ojos abiertos me observaba con curiosidad y su boquita desdentada en forma de O.

No sabía qué rra lo que estaba sonando, y me molestaba, me irritaba, y, peor que todo eso, me había despertado de mi tan querido sueño, que hace tanto no había tenido un sueño tan reparador como del que me había recién levantado.

Bufé, en cuanto me percaté de que el jodido timbre, era el que me había despertado, cogí las llaves de la puerta con un tanteo y tomándolas con la boca, me cambié a Damián de posición, para así poder tomarlo con un solo brazo.

—¡Joder que hay un bebé en casa, coño! —grité, harta del desgraciado sonido ese— Que no ven que se alteran fácilmente.

Mi voz se escuchaba más como un gruñido, con el ceño y los labios fruncidos, después de quitar todos los seguros de la gran puerta de madera abrí de par en par, y lo que me encontré no fue para nada de mi agrado.

Bueno, lo único que me agradó de aquél panorama fue mi papá, sonriendo y con una canasta de mimbre en sus brazos, con lazos azules y globos de colores oscuros, miré aquello emocionada, y sin habla los dejé pasar.

—¿Pero quién cojones me estaba reventando la puerta? —pregunté roja de la molestia, mientras mecía a mi pequeño en mis brazos, mi padre miró por el rabillo del ojo a mi mamá, la que estaba de brazos cruzados mientras miraba toda la casa con asombro, después de unos largos minutos me miró, percatándose de que en mis brazos estaba Damián.

—¡Ay pero mira que bolita de mierda tan rosada y linda! —dejó la cartera por allí y se acercó a mi tan rápido como una estrella fugaz.

—¡Mamá no! Que el niño está... —sin esperar a que terminara de hablar me lo arrebató de los brazos, y en ese justo momento, fue el primer día que sentí que me arrancaban algo de mí misma.

—¡Hola precioso! —exclamó acariciando su mejilla, mientras lo zarandeaba, lo alzaba y lo bajaba, como si fuera un muñeco de trapo, el pánico me atravesó completa como témpanos de hielo— soy yo, mi ángel, tu abuelita, aunque llámame Abu, aún estoy muy joven.

Mi vista se desvió de ella hacia mi padre, lo observé directamente a los ojos, pidiéndole ayuda y socorro, con los ojos, observé la hora en el reloj de pared que estaba en la sala, faltaba más o menos media hora para que empezara a llorar por comida, le tocaba a las 9:30 am.

Yo nunca me le había caído de chiquita a mi mamá, así que suponía que sabía lo que hacía, no lo pensé mucho y la dejé cargar a Damián —que la miraba como si fuera un bicho raro—, mientras yo hacía un desayuno ligero para Xavier y para mí.

Mi padre se asomo por la cocina y, recostándose del arco con los brazos cruzados me miro seriamente.

—Papito —llegué hasta él, sabiendo que lo que quería era un poco de cariño de su hija, cuando le di cuatro besos en su mejilla y un fuerte abrazo, me regaló una hermosa sonrisa de las suyas, de esas que me reconfortaban—, ¿Ya desayunaste?

—Por supuesto, mi princesa —asintió negando con la cabeza hacia mi dirección, me encongí de hombros agrandando los ojos cómica— Estas no son horas de desayunar.

Me encogí de hombros de nuevo, mientras me preparaba una ensalada de frutas junto con atole, a Xavier le haría waffles.

—Pitufo y yo nos acostumbramos al horario de Damián —me sinceré, mientras picaba la fruta y me comía otras, él me miró intrigado, así que me rectifiqué— Xavier, pero ya sabes, le digo Pitufo por el cabello ridículo ese que tiene.

Mi papá soltó una carcajada y junto con ese sonido que me calentó el corazón se escuchó un estridente llanto que venía de la sala.

Dejé el cuchillo rápidamente en el fregadero y a pasos apresurados fui hacia mi pequeño niño, Xavier, venía adormilado, dando tumbos por el pasillo del cuarto, solo con sus bóxers, sin embargo, lo ignoré por completo.

Cuando llegué hacia mi mamá, le arrebaté a mi pequeño de los brazos, susurrandole que se tranquilizara y haciendo que sus pequeños ojos conectaran con los míos.

Me senté en un sofá libre en la sala, coloqué una almohada en mi regazo y empecé a alimentarlo, él dejó de mover sus pequeñas manitas y me miró, me miró y me miró, hasta que se dedicó a concentrarse en alimentarse de mí.




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