Fleur

XXVII. Quebranto.

Ese día la mañana había sido sumamente molesta, Damián había despertado con quebranto y síntomas de gripe, así que Xavier y yo debíamos llevarlo al trabajo, cosa que no nos agradaba demasiado que se dijera. 

Uno definitivamente piensa que lo sabe todo hasta que es padre o madre, y ese balde de agua fría de realidades, te cae encima justo después de que tienes a tu primer hijo, es allí donde te percatas que, sin duda alguna, el malestar del más pequeño y consentido de la casa, es el malestar de los más adultos. 

Y aunque Xavier y yo habíamos amanecido de mil amores, en ese justo momento, cuando estábamos saliendo de la casa, con el niño en brazos, no queríamos ni vernos, cada mirada que nos dirigíamos estaba cargada de hostilidad. 

—Sofía, ¿has visto mi manos libres? —volteé los ojos cuando escuche su pregunta mordaz, me miro a través del retrovisor y fruncí el ceño devolviendole la mirada, preferí mantenerme callada, mientras acariciaba la mejilla sonrosada de mi pequeño niño— Sofía ¡Carajo! Que ya vamos tarde, y hoy el día de trabajo es fuerte, no quiero que me traguen y me vomiten por tu culpa. 

Fruncí los labios, en señal de que no quería responderle, porque no sabía porqué, pero a ambos desde que notamos que Damián estaba enfermo, se nos pasó chip de antipatía y amargura —con decir que ni yo misma aguantaba el humor de mierda que tenía, si no me aguantaba a mí, mucho menos aguantaría a ese Pitufo insoportable—, el peliazul siguió su verborrea, mientras yo solo me dedicaba a intentar ignorarlo, para que no potenciara mi mal humor. 

Se volteó a mirarme directamente a los ojos, sin necesidad del espejo retrovisor, y lo único que pude hacer fue tragar en seco, por la furia que me transmitía su mirada. 

—Demonios... —bufé, mordiéndome la lengua para no decir una palabrota delante de mi niño que veía todo adormilado, hasta eso uno tenía que modular a la hora de tener un hijo— Ayer, los dejaste justo al lado de la cocina cuando llegamos de la oficina, yo los cogí y los coloqué en tu mesa de noche, para que no pasara una tragedia con un artefacto tan costoso —todo mi diálogo era irónico, y por eso mismo él me miró aún más enfurecido. 

Salió como un relámpago del auto y en pocos segundos volvió a entrar, arrancó el motor mientras inflaba las mejillas y bufaba soltando una pequeña queja, no quise mirarlo, ese era uno de esos días en los que realmente no quería tener contacto con él, no lo deseaba. 

Llegamos a la empresa en un santiamén, estacionamos, y juntos sacamos todas las cosas de Damián, de nosotros y su secretaria era el antepenúltimo piso, porque Xavier estaba haciendo de gerente y yo estaba en una oficina dentro de la suya que duplicaba el tamaño de nuestra habitación —y miren que nuestra habitación era bastante grande—. 

Aún con Damián en brazos no podía evitar ver la bonita estructura de aquél lugar, en ese piso todo era masculino, varonil y potente con ganas, Xavier lo había mandado a diseñar a su gusto, saludamos a la perra de Karina, su secretaria, que siempre iba con una cantidad poco favorable de maquillaje, se retocaba con iluminador y se bañaba en perfume, todo esto sin contar que era total y completamente seductora y sugestiva con Xavier. 

Yo simplemente, no tenía humor para aguantarme su tonito de voz prepotente, así que lo único que hice fue dirigirme hacia mi oficina. 

En cuanto llegué a mi oficina, guardé las cosas de mi pequeño en una gaveta, y lo senté a mi lado en la oficina.

—¿Quieres dibujar mi amor? —le pregunté, intentando animarlo, pero sabía su respuesta, negó rápidamente con su cabeza y se puso en posición de descanso sobre la mesa.

Un leve toque en mi puerta me hizo alarmarme, Xavier se encontraba allí parado con una cara de pocos amigos, como si le costara demasiado estar allí.

—Gracias por decirme dónde estaban los manos libres —soltó, parecía que lo hacía de mala gana, pero sus palabras en el fondo eran sinceras, suspiré no queriendo resignarme a dejar esa discusión por zanjada.

—¿Estás agradeciendo de verdad o es sarcasmo? —interrogué mordaz, no quería dar mi brazo a torcer, no quería haber ido para allá, y todo aquello era culpa de él.

Quería quedarme en casa con Damián, cuidando de él, no salir con mi bebé a cuestas, sintiéndose mal.

Él bufó, mientras se cruzaba de brazos y recostaba en el marco de la puerta de caoba, encendí el ordenador mientras lo observaba, rígida, doblegando aquella parte de mi que quería acurrucarse con él y decirle lo mucho que necesitaba un abrazo suyo.




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