Fleur

XXXVII. ¡No hables de Damián en pasado!

Yo realmente no sabía lo que era estar preocupada hasta que fui madre, ya me encontraba en casa, Xavier había alertado a todos los gorilas y había comunicado a las autoridades, pero estas solo le habían respondido que tenían que esperar al menos 48 horas.

Claro, cuando blasfemé contra esos mediocres policías y les grité que el mismo tipo que se había llevado a mi hijo había herido a un hombre de gravedad y además, había amenazado a niños en la guardería, si le dieron la importancia que merecía el caso, porque si no fuera sido de esa manera y solo se hubiese tratado de una desaparición tres días iba a tener que esperar para que abrieran bien el caso.

Me encontraba en el piso de la entrada de la casa, aferrada a las baldosas y deseando que por esa puerta, por un milagro o qué sé yo entrara mi pequeño Damián, con sus pequeños piecitos correteando hacia mí, buscando mis brazos y sonriendome con esa dentadura mínima perfecta que me hacía querer devorarmelo por completo.

Pero solo eran eso, imaginaciones, ilusiones que se gestaban en mi cabeza, en mi psique por la necesidad de esperanza, esperanza que para ese momento no tenía.

No quería informarle a nadie de aquello, no quería que nadie se enterara, solo la policía porque me medio ayudarían a buscarlo. Informar a mis padres o a la familia de Xavier era hacer aquello más real, más vivído; las yemas de mis dedos acariciaban mis rodillas mientras mis uñas se clavaban en la suave piel que se encontraba allí.

No había dicho nada, absolutamente nada desde que habíamos salido de la estación de policía, sentía cómo mi corazón estaba derrumbado, no había barreras, no había nada, allí solo quedaba un hueco totalmente vacío, un hoyo negro que se iba desplomando más con cada segundo que pasaba.

De vez en vez, mi cuerpo temblaba de manera errática, temblores cortos pero contundentes, que a su vez me producían arcadas, parecía que todos mis órganos estaban totalmente disfuncionales, no quería probar bocado y tampoco me interesaba en lo absoluto sentirme mejor.

No había manera de que me sintiera bien sin mi hijo en brazos, no había manera de que me dejara de doler, no la había si no era con Damián a mi lado.

Observé las manchas de sangre seca en mis manos, a aquél guarda espalda lo habían sometido a una operación de apróximadamente tres horas, y luego los oficiales fueron hasta su habitación para que testificara.

Tragué en seco, imaginandome lo peor, ¿Y si secuestraron a mi pequeño para venderlo? Negué con la cabeza, no podía ser, Damián era un pequeño inocente, su vida eran los juegos, los canales de historia, la comida y ser un hermitaño malhumorado.

Sin embargo, el pensar en aquello me puso hasta el más mínimo vello de mi piel de punta, mis pensamientos eran nocivos para la salud de mi propio ser y me gustaba que fueran nocivos.

—Amor, deberíamos de ducharnos —la voz del peliazul se escuchaba lejana a mi, como si estuviera hablandome a través de un celular o a kilómetros de distancia, pero cuando alcé la mirada estaba frente a mí, su mirada entristecida me hacía sentir peor—. Ya las autoridades están haciendo su parte ¿Vale? —asentí, realmente no escuchando bien lo que decía, solo asentí para que me dejara tranquila y no me conversara más— ahora... —me tomó en sus brazos y llegamos a la habitación con parsimonia— es hora de ducharse, señorita.

Negué con la cabeza, observando mis prendas manchadas, tal como mi vida lo estaba en ese instante, esas manchas me arraigaban a la realidad, me permitían no enloquecer.

—¿Me permites quitarte la ropa? —inquirió, sabiendo que en el estado en el que estaba, me sentiría incómoda con cualquier cosa.

—No quiero ducharme —mi voz, no parecía mía, estaba ahogada y ronca, totalmente afónica y dolida, sorbí de mi nariz y pestañeé con lentitud—, esta ropa me hace apegarme a esta cruel realidad que estoy experimentando —escupí, aborrecía aquello, lo aborrecía.

El me tomó de la mano delicadamente, con esta se acarició el rostro con extremo cuidado, y me dejó un casto beso en la palma de la mano. Suspiré, sintiendo como un meollo de sentimientos contradictorios se me arremolinaba en la boca del estómago. Quería llorar pero no podía, no podía hacerlo.

Era como si mis ojos se trancaran, como si de una u otra manera se negaran a salir, se negaran a aceptar aquello.

—Deja de martirizarte —reclamó, sus ojos tenían lágrimas contenidas y pude verlo a través de la niebla que se encontraba en los míos—, no fue tu culpa lo que pasó, no podías hacer nada para evitarlo...

—¡Claro que sí! —sollocé sin soltar ninguna lágrima— en mi corazón debí suponerlo... ¡Debí saberlo! Soy una pésima madre, soy una horrible persona, no merecía tenerlo como hijo.

—¡Mierda Sofía! —me zarandeó con sus fuertes brazos, hasta que me mareó, sacándome de foco— ¡No hables de Damián en pasado! —exclamó, fuera de sí, cosa que me dejó en shock—, mi hijo es fuerte, él podrá con esta experiencia, es duro y su carácter es una mezcla de nosotros dos.

—Pero... Tú..

—Ni se te ocurra decir eso —siseó, cerrando los ojos con fuerza, luego de segundos, cuando los abrió los tenía totalmente rojos—. Padre no es el que se folla a una mujer, la deja en estado y luego la abandona. Papá no es el que tenga el lazo sanguíneo —gruñó, haciendo que lo mirara a los ojos directamente— a Damián lo he criado yo —esa vez una reluciente lágrima le bajó por las mejillas—, yo fui el que me desvelé contigo las noches en las que estuvo enfermo, el que lo ví nacer, el que le ayudó a dar sus primeros pasos... —la voz se le perdió de un momento a otro y yo solté un suspiro lastimero, que avecinaba mis lágrimas, los labios me empezaron a temblar— cambié sus pañales, lo bañé, aprendí a soportar a un menor por él... Escuché sus primeras palabras, fui al primero al que le dijo papá. ¡Me niego a creer que mi hijo está muerto! —para ese momento ambos estábamos con cascadas de agua salada brotando de nuestros ojos, me derrumbé por completo, me deshice en sus brazos.




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