Fleur

XLII. Somos lindos junto a él.

Sofía.

Había pasado mucho en ese día entero que duré en aquél escalofriante lugar, el mastodonte que cuidaba de que no me escapara no me dejaba siquiera encargarme de mi hijo, ni verlo, ni acariciar su pequeño rostro que estaba tan pálido como una hoja de papel, pero eso ya había quedado en el pasado.

Aunque lo que no había quedado en el pasado eran los trámites que se abrían en ese justo momento, luego de que la ambulancia nos tratara a mí, a mi hijo y a Xavier, nos dejaron en casa para que nos relajáramos por esa noche.

Porque al día siguiente iba a ser uno de los peores días de nuestra vida, o eso había comentado la policía con un humor negro mientras conversaban con un amigo de Xavier que era abogado.

Cuando abrí la puerta de la casa, con mi niño en brazos solté un grito que ensordeció al peliazul, la entrada estaba hecha un desastre, la cocina llena de platos sucios y especias regadas, dos botellas de licor a medio terminar derramadas en la alfombra felpuda de mí sala de estar, lo peor de todo era que aquella alfombra era mi favorita.

De repente, el golpe en mi cabeza se hizo insesante y doloroso, punzaba una y otra vez, mi casa estaba hecha un desastre, un total y completo desastre, fui rápidamente a la habitación en la que descansábamos Xavier y yo.

El edredón estaba fuera de su lugar, mi perfume estaba sobre la almohada magullada y los gabinetes de la mesita de noche estaba fuera de sus resguardos.

Mi respiración se aceleró de la manera más errática que pudo hacerlo, gemí de pesar y empecé a sollozar, porque todo aquello lo había hecho Tamara, a la que yo en años pasados osaba llamar hermana del alma.

Las lágrimas no tardaron en brotar de mis ojos, empañando mi visión y empapando mis mejillas, la punzada en mi cabeza era más prominente y permanecía una y otra vez allí, martilleando en mi cabeza, recordándome los horrores que había pasado las últimas 24 horas.

Damián se me había zafado de los brazos, al ver que Xavier le estaba cocinando algo, quizá era atole, pero me alegraba verlo tan entusiasmado, después de todo lo que habíamos pasado, se medecía al menos una alegría y una sonrisa en su rostro me hacía feliz.

Pero todo aquello que me había pasado había dejado una huella, quizá la paranoía estaba despertando en mí, pero al conocer y saber que mi casa estaba así por personas tan vil, tan bajas como para secuestrar a un pequeño niño inocente, pues simplemente me hacía dudar de si en la humanidad había alguien realmente bueno, realmente sano.

Mis sentidos se habían desenfocado de tal manera, que no solo por el golpe en mi cabeza me sentía débil y vulnerable, ciertamente estaba hundida en mis cavilaciones mientras las manos me temblaban y tomaba una taza de té que el peliazul me había puesto en la encimera de la cocina.

Verlo con la ceja rota, la cara amoratada y magullada y con la perforación del piercing del labio sangrando, me hacía sentir pena, porque por mí él estaba así, en esa situación deplorable, que me llenaba de una vlculpa infinita y me hacía divagar aún más en mis pensamientos.

Suspiré profundamente luego de verlo un rato con detenimiento, y dejando pasar todo aquello que me había pasado en las últimas horas, me dí el lujo de descansar.

—Artemisa —su voz suave ocasionó que todos los vellos de mi cuerpo se erizaran, se pusieron de punta y mi piel se puso de gallina, mientras mi corazón se desbocó por completo, tragué en seco porque no había sentido algo tan vivo, tan fuerte, quizá estaba teniendo una crisis emocional a causa de todo lo ocurrido—, ten come un poco.

Me colocó un sandwich de jamón serrano al frente, y aunque no quería probar bocado, sabía que debía porque en ese instante mi estómago rugió de manera tal que me hizo devorar aquél trozo y pedir por más.

—¿Tú no vas a comer? —inquirí, cuando vi que se sentaba en el taburete a mi lado, observando cómo mi pequeño hijo y yo comíamos, el negó con la cabeza mientras se daba golpes en el abdomen, sonrío ladino hacia mi dirección— pues yo tampoco voy a comer —solté el pan en ese momento y él me miró mal, cogí el sandwich y lo agité frente a sus ojos, rocé la orilla del pan en sus labios y el blanqueando los ojos dio un suave mordisco.

Le insté para que comiera más junto a mi, hasta que nos acabamos 3 sandwiches más, mientras nuestro pequeño de cabellos cobrizos bostezaba dando los últimos sorbos de su atole con ralladura de lima.

—Mami —su voz diminuta llegó a mis oídos capturando toda mi atención, le miré directamente y él bostezó de nuevo, adormecido estrujó sus ojos, para ser pequeño tenía muchísimas ojeras por la situación que habíamos pasado— tengo una pregunta —aún le costaba decir la r, por lo que cada frase que decía con esa palabra era adorable.

Yo asentí, sus ojos me vieron con demasiada seriedad para los de un niño de casi tres años de edad, eso me puso nerviosa.

—¿Puedo decirle a Pitufo papá?

Aquella pregunta me empezó a latir en las venas y llegó a cada una de mis terminaciones nerviosas con una fuerza avasalladora, la inocencia en su voz y la seriedad con la que había dicho aquellas palabras, me hizo sentir que yo en todo ese tiempo era la que se había comportado como una niña.

Pero nadie podía juzgarme por ello, nadie podía decirme ni a, porque literalmente, no eran los terceros los que se iban a joder emocionalmente y yo no quería emocionarme de nuevo, entregar mis sentimientos a todo pulmón y llegar a amar de verdad, porque admitía que lo que alguna vez sentí por Renzo era algo más parecido a un apego, pero fuera de eso nada.




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