Fleur

Epílogo.

Junio; 2034

 

 

Damián. 

 

 

—¡Nito nito nito! —el alboroto se escuchó desde que entré en la sala de espera del aeropuerto, cargado de mis maletas y totalmente cansado y agobiado por el vuelo y por todo lo que había sucedido con mi vida en las tierras londinenses los últimos 5 años.

Sonreí en cuanto vi a las alimañas que llamaba hermanos de cariño, todos estaban ahí menos mi papá y lo comprendía, porque desde que el abuelo había muerto él había tenido que lidiar con todo lo que se refería a las empresas familiares, además de que cuando se terminó con las construcciones en Alemania, papá tuvo que hacerse cargo de parte de eso.

Arreglé mi cabello rojizo y analicé todo lo que se encontraba a mi alrededor, si había algo malo —pésimo— que tenía yo, era que juzgaba, criticaba y observaba con detenimiento, todo a mi alrededor, para buscarle algún defecto, o alguna desventaja que me hiciera a mí, como el lógico triunfador.

Esos años con mi padre biológico habían sido una mierda —en conclusión— y no porque él fuera un mal hombre, porque no lo era, realmente era bastante atento, estaba al tanto de mis necesidades e intentaba complacerlas la mayor parte del tiempo, pero… no lo veía como un papá, más bien lo tomaba como un amigo, de esos que ves de vez en vez y estás bien. El hecho de vivir con él, me había irritado demasiado.

Suponía que estaba acostumbrado a mi mamá y a mi papá, así que, eso era todo lo que en mi mundo veía, sus rutinas y demás era lo que yo había visto por completo en toda mi vida, así que, cambiar de ambiente y de rutina, era extenuante; no obstante, una de las cosas más divertidas de esos 5 años que pasé por aquellos lares, era que las mujeres eran hermosas, pero a veces tontas y fuera de eso… la cultura era más educativa que la de mi país natal.

En cuanto pasé las escaleras y llegué hasta la sala de espera, la primera en ahogarme en un abrazo fue mi mamá, Sofía Fleur, la mejor mujer del mundo, la mejor madre que pude haber pedido y, por supuesto, mi fémina más adorada; le devolví el abrazo y la dejé que me llenara el rostro de besos y cariños; ser el primogénito tenía sus ventajas y una de ellas era que, pasara lo que pasara, yo seguiría siendo ese pequeño niño con el que aprendió los primeros pasos de ser mamá.

—Mamita —susurré bajito en su oído, ya mi voz no era la misma de hace años y ella se percató de ello, sollozando, me abrazó aún más—, cálmate, que todavía no me he muerto.

—¡Damián! —exclamó, mientras me daba un golpecito en el hombro, llena de reproche, me miró con sus ojos oscuros empañados en lágrimas— no importa que hayas escrito, no es lo mismo tenerte en casa, que me escribas un texto una vez a la cuaresma… —se quejó.

—Mamita, ya estoy aquí, eso es lo importante —la apreté hacia mí, no supe cuándo se había vuelto más pequeña que yo, pero la verdad era que el que fuera así, no la hacía tener menos valor para mí, ver las pequeñas arrugas en sus ojos, me hablaban de su experiencia y de lo mucho que le costó criarme a mí y a mis hermanos.

Hablando de esos engendros, ellos esperaban su turno y cuando mamá me soltó la primera que me saltó encima fue Eris, una de mis hermanas menores, su cabello era rojo zanahoria como el de mamá, solo que más oscuro y tenía unos ojazos verdes que me hacían derretirme ante ella y lo que pidiera.

—¡Monstruo, llegaste! —se guindó de mi cuello para que pudiera cargarla, si no me equivocaba, tenía ya 13 años de edad y dentro de nada cumpliría los 14, en ese momento me sentí melancólico porque sabía lo que me había perdido, en aquellos 5 años— te extrañé mucho.

—¿Si? —pregunté con ironía— ¿extrañaste que te despertara en las mañanas a baños de agua fría?

—Bueno, eso no… —me reí, y la bajé en cuanto vi a mi hermano, el único que tenía, Joshua Alessandro, un adolescente de 15 años que tenía todo de mi madre, menos el cabello que era cenizo tirando a rubio, diversas pecas salpicadas en su rostro y una gran sonrisa, fue lo que vi, antes de estrecharlo en un inmenso abrazo.

—¿Cómo te fue, hermano? —me preguntó con timidez, me reí por su estupidez, él era un pan dulce, de esas personas que querías de inmediato después de conocerlas, tierno y sincero, él no sabía mentir, ni sabía de sarcasmos, un chapado a la antigua que se había criado con el vivo ejemplo de nuestros padres y de nuestros abuelos paternos en lo que al amor se refería.

—Bien, engendro, bastante bien, ¿cómo te ha ido con informática y las matemáticas? ¿Has mejorado? —inquirí, sabiendo que tenía unas desventajas en esas materias en la preparatoria.

—He mejorado —comentó con voz alegre, mientras sonreía y volvía a abrazarme con fuerza—, ya no me dejes solo con estas mujeres, que papá y yo, ya no sabemos ni qué hacer con ellas… —soltó en un susurro de auxilió y yo no pude evitar carcajearme por el comentario.

—Deja de meter chisme, renacuajo —esa voz agresiva y llena de hastío, era nada más y nada menos que la de Larissa, la primera hermana que tuve y, la que, por supuesto, se parecía más a mí en el carácter, aunque yo sabía que eso era porque juntar la genética de mi mamá, con mi papá, no era la mejor idea del mundo— Hey, hermanote, ¿me extrañaste?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.