Nunca pensé que rediseñar mi restaurante se sentiría más complicado que rediseñar mi vida.
Pero aquí estoy: rodeada de planos, paletas de colores, muestras de madera, telas, y catálogos de sillas como si fueran tratados de filosofía moderna.
En la mesa de acero hay tazas de café vacías, lápices sin punta y un jarrón con ramas de eucalipto que alguien —seguramente Ruby— puso ahí “para inspirar el alma”.
Funciona a ratos.
—No quiero que Lys Garden se vea como un restaurante —digo, marcando con el lápiz un boceto que ya no me convence—. Quiero que se sienta como… un respiro. Un lugar donde puedas venir a olvidar el día. Donde el aire huela a pan recién horneado y no a pretensión.
—¿Y con más plantas? —pregunta Jamie, girando una muestra de color verde olivo—. Porque si metemos una más, parecerá un vivero con menú degustación.
Sonrío apenas.
—Sí, con más plantas —respondo, sin dudar—. Las plantas respiran mejor que algunos críticos gastronómicos.
Ruby suelta una risita y levanta su tablet para mostrarme algo.
—Lo dices como si no te afectara, pero he leído los comentarios, Elo. La nota de hoy no fue amable.
Mi mirada se desliza hacia el teléfono encendido sobre la mesa. Ahí sigue abierto el artículo que desde la mañana me ronda la cabeza:
“¿Coincidencia o copia? El polémico plato de langosta de Lys Garden y Lumé divide a los críticos.”
‘La textura, el emplatado y el sabor son prácticamente idénticos’, afirmó el reseñista gastronómico Matthew Clark, quien visitó ambos restaurantes esta semana.
Cierro la pantalla.
La reseña es una mezcla de veneno y precisión quirúrgica. Si no supiera que es mentira, juraría que lo escribió un enemigo personal.
—Es un chantaje con buenos modales —murmuro.
—Lo sé —dice Ruby, apoyando la barbilla en su mano—. Pero no podemos pelear con rumores. Tenemos que cambiar la narrativa.
Jamie asiente desde su esquina, donde repasa bocetos del nuevo menú.
—Por eso estamos aquí —dice—. Vamos a renovar, a limpiar la imagen. Tú piensas en lo visual, yo en los platos, Ruby en cómo venderlo. Equipo completo.
Levanto la vista hacia el ventanal. Afuera, la calle tiene ese aire elegante de San Francisco cuando empieza a caer la noche: las luces de los faroles, los reflejos en el pavimento húmedo, y justo al frente, la fachada moderna y blanca de Lumé.
El enemigo con luces LED.
—¿Sabes qué vi anoche? —dice Jamie de pronto, con esa sonrisa que siempre precede a un comentario peligroso—. A un hombre bajando de un auto frente a Lumé. Alto, atractivo, de esos que parecen diseñados por una revista. Tenía las mangas arremangadas y cargaba una caja de verduras como si estuviera en una sesión de fotos de GQ.
Ruby alza las cejas, encantada.
—¿Y si era él? ¿El misterioso dueño que nadie ha visto?
Yo suelto un bufido leve, moviendo un montón de papeles para cubrir mi sonrisa.
—Por favor. Puede ser el sous-chef, un proveedor, o un modelo frustrado. No vamos a escribir una novela romántica con el enemigo de protagonista.
Jamie se ríe.
—Tal vez sí era él. Los rumores dicen que es joven, guapo y con un ego que se puede ver desde el satélite.
—Perfecto —respondo, sarcástica—. Así podríamos ver cómo se le infla el ego cuando pierda clientes.
Ruby me observa con una sonrisa cómplice.
—Ay, Elo… tú con los chicos malos tienes historial.
Mi cuerpo se tensa un segundo, como si me hubieran tocado un nervio mal curado. No hace falta que digan su nombre. El ex. El error. El que terminó en la cárcel y me dejó con una mezcla rara de rabia y alivio.
Ruby nota el cambio y cambia rápido de tema, como siempre que me ve cerrarme.
—Bueno, olvidemos al guapo del frente —dice, retomando su tono entusiasta—. Pensaba que podríamos hacer noches temáticas. Algo como “Sábado de Romance”: jazz en vivo, luces tenues, una carta especial para parejas, y un postre exclusivo para compartir.
La idea me sorprende y me encanta al mismo tiempo.
—Eso suena… muy tú, Ruby. Y muy bien —respondo—. Podemos hacer algo más emocional. Un lugar donde la gente venga a celebrar o simplemente a respirar.
—Exacto —dice ella—. Que el restaurante refleje lo que eres tú. Cálida, directa, pero con ese toque elegante.
—Y con más plantas —añade Jamie, y todas reímos.
Tomo un bolígrafo y empiezo a anotar: nuevas texturas, tonos cálidos, mesas redondas, más luz natural, postres conceptuales.
Cada palabra me devuelve un poco de calma. Cocinar me salvó antes. Tal vez rediseñar mi espacio me salve ahora.
Miro el ventanal una vez más.
Lumé brilla con su logo dorado y su fachada impoluta. En el interior, apenas distingo siluetas moviéndose. Tal vez esté él ahí. O tal vez no. Pero algo me dice que este duelo apenas está por comenzar.
Sonrío para mí misma y cierro el cuaderno.
—Muy bien, chicas —digo—. Mañana seguimos con las ideas. Y recuerden: si alguien copia algo, esta vez que sean ellos.
Cuando el reloj marcó las diez, los bocetos se habían convertido en un campo de batalla de ideas. Papeles sobre las sillas, muestras de tela tiradas en el suelo y un caos tan visual que solo nosotras tres podíamos entender.
Suspiré, dejando el lápiz a un lado.
—Creo que hemos diseñado tres restaurantes diferentes en una sola tarde.
Jamie estiró los brazos con un quejido.
—Y ninguno existe todavía. Necesito un premio por sobrevivir a esto.
—Te lo tengo —dije, levantándome. Caminé hasta el pequeño refrigerador de la oficina y saqué una botella de vino color rubí oscuro, con una etiqueta que aún no tenía nombre—. Les presento mi tercer experimento.
Ruby chasqueó la lengua, divertida.
—¿Otro de tus “experimentos”? No me digas que esta vez explota.
—Por favor —dije con una sonrisa—, confía un poco en tu chef favorita. Lo hice con ayuda de Samuel, ya saben, mi amigo el enólogo. Le di la idea del sabor y él hizo la magia.