Fuego cruzado

Capítulo 2

En teoría, las remodelaciones eran para mejorar el restaurante.
En la práctica, parecían diseñadas para ponerme al borde de un colapso nervioso.

—Le repito, señorita Perkins —decía el electricista, con ese tono que uno solo usa cuando ya perdió la fe en la humanidad—, si no reemplazamos el sistema completo, va a tener picos de voltaje, y créame, no quiere ver eso con su nuevo cableado.
—Y yo le repito, señor Harris, que si reemplazamos el sistema completo, no abrimos nunca. Así que haga lo que pueda con lo que hay —contesté, apoyándome en la barra y sintiendo cómo mi paciencia se deslizaba por el suelo junto con el presupuesto.

Él bufó.
—Después no diga que no le advertí.
—Créame, tengo un doctorado en advertencias ignoradas —respondí con media sonrisa.

Jamie levantó la vista de su lista de proveedores.
—Y un máster en estrés colectivo.
—Eso fue taller intensivo —repliqué—. ¿Ya llegó el nuevo lote de vino?

Ruby apareció con una caja en brazos, envuelta en el olor a cartón y uva fermentada.
—Llegó. Vino de frutas dulces, con un toque ácido. Samuel te manda una nota: “Que esto te inspire, y si no, al menos te emborrache con estilo”.
—A veces creo que Samuel me conoce demasiado —murmuré, abriendo una botella.

Jamie frotó las manos.
—¿Probamos?
—Por supuesto. Si el restaurante se va al infierno, que al menos nos encuentre bebiendo algo decente.

El sol se filtraba por las nuevas cortinas, y por primera vez en semanas, el lugar se sentía… vivo.
Cálido. Moderno. Mío.

Me giré lentamente, observando cada detalle: las lámparas ámbar, las mesas recién pulidas, el aroma de madera mezclado con vino.
Y justo cuando iba a respirar tranquila, las luces parpadearon.

Una vez.
Dos.
Tres.

Y luego, oscuridad.

No una oscuridad simple, sino esa que tiene peso. La que hace que el silencio suene demasiado fuerte.

—¿Fue… el transformador? —preguntó Ruby, quieta, con el sacacorchos aún en la mano.
—Debe ser momentáneo —mentí, buscando entre la penumbra el tablero eléctrico.

El zumbido de los refrigeradores se detuvo. Afuera, las luces del vecindario seguían encendidas. Solo nosotros estábamos sumergidos en una cueva de sombras doradas.

Jamie soltó un suspiro nervioso.
—Perfecto. El gran debut del siglo: a oscuras.
—Silencio —dije, revisando el panel—. Esto no puede ser coincidencia.

Fueron quince minutos de absoluto desconcierto. El tiempo suficiente para que el vino tibio supiera a resignación.
Hasta que, de pronto, las luces volvieron. Brillantes. Tranquilas.
Como si nada hubiera pasado.

—¿Ves? Todo bajo control —dije, con una sonrisa que no engañó a nadie.
—Bajo control dice —refunfuñó Jamie—. Casi me da un paro.

Por un instante, el ambiente volvió a la normalidad, solo era un pequeño incidente.

Afuera, las luces del restaurante de enfrente no se encendieron.
El local de Cassian Dumont seguía hundido en la oscuridad.
Pero yo, ajena al detalle, solo me concentré en los pequeños pendientes que quedaban: revisar reservas, ajustar música, doblar servilletas.

Hasta que sonó mi teléfono.

Un número desconocido.
—¿Hola?
—Señorita Perkins, habla la señora Brown. Su proveedor de cristalería tuvo un percance con la entrega. Necesitamos su firma, pero estoy fuera de la ciudad. Si puede acercarse a nuestro taller en el condado, podríamos resolverlo hoy.
Suspiré.
—¿Tan urgente es?
—Mucho. Si no lo hacemos antes del lunes, los pedidos de apertura se retrasan.

Miré alrededor: el restaurante casi listo, Jamie y Ruby enfrascadas en los últimos detalles.
—Está bien. Voy yo —dije, resignada.

Esa llamada me hizo salir por tres días.
Tres días que, sin saberlo, fueron suficientes para encender otra clase de chispa.

Mientras yo lidiaba con cajas, firmas y proveedores testarudos, el frente del restaurante se convirtió en terreno de guerra.

Cassian Dumont —mi eterno rival culinario y autoproclamado genio de la alta cocina— había pasado dos días sin luz estable en su local. Y, según Jamie, eso lo tenía de un humor que podía freír un huevo por solo leer las publicaciones que hacia, a lo que yo estaba ajena de todo.

El tercer día, ella me escribió:

“Hay un hombre que insiste en hablar contigo. Dice que es urgente.”

Yo respondí:

“¿Nombre?”

“No lo dijo.”

“Entonces que espere. No atiendo hombres que no saben presentarse.”

Y eso fue todo.
O al menos, eso pensé.

Tres días después, volví. El restaurante olía a pintura fresca y a revancha.
Apenas crucé la puerta, Jamie me interceptó.
—Tienes visita. El tipo de enfrente volvió. Dice que hablar contigo es un asunto vencidad según dice.
—¿Vencidad? —arqueé una ceja—. Qué romántico.
—Romántico no es la palabra. Más bien parece un huracán con piernas.

No alcancé a responder.
La puerta se abrió.

Y ahí estaba.
Cassian Dumont. En carne, hueso y arrogancia perfectamente vestida.
Camisa negra, mangas remangadas, mirada que parecía medir distancias y vulnerabilidades con la misma facilidad.

—¿Se puede saber por qué su restaurante decidió declararle la guerra al mío? —preguntó sin preámbulos, con voz baja y controlada.
—Ah, así que era usted el hombre misterioso que no sabe dar su nombre —respondí, con la calma más elegante que encontré.

Él sonrió de lado.
—No suelo presentarme dos veces, Perkins.
—Y yo no suelo escuchar excusas dos veces, Dumont.

Ruby, desde la barra, murmuró:
—Esto va a terminar o en un acuerdo comercial… o en una historia de amor muy inconveniente.

Cassian me sostuvo la mirada.
—Podría ser lo segundo, si dejas de apagarme el local.
—¿Apagarte el local? Por favor, no me culpes de tu mala suerte eléctrica.
—Oh, no es mala suerte —replicó él, inclinándose ligeramente hacia mí—. Es tu nuevo sistema de iluminación “impactante”. Al parecer, no solo brilla… también electrocuta la paciencia ajena.




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