Las cadenas no se esperaban.
Pesaban como una afirmación contundente en la puerta que era mi territorio.
Apenas me acerco, ya siento la presencia. Ese aire suyo que siempre llega antes que la voz: seguro, calibrado, con un algo nuevo… y es la insolencia que se carga en la postura. Cassian está apoyado en el marco del local de enfrente como si estuviera en su sofá. Me mira de lejos, como quien evalúa una pieza antes de decidir si romperla o coleccionarla.
—¿Cuál es tu problema? —mascullé entre dientes, alzando la mirada hacia él, completamente imposibilitada de avanzar hasta que decidiera hacerse a un lado.
Se mueve despacio, con la precisión del que disfruta hacer esperar. Le doy un empujón deliberado con el hombro cuando pasa a mi lado; que sienta la colisión, el impacto de mi irritación encendida.
—Muévete, no tengo tiempo para esto —le digo con voz baja pero cortante, sintiendo cómo la paciencia se me escapa entre los dedos. Mis palabras parecen divertirlo; claro, cómo no, nada lo altera. En serio, no es de mi agrado… aunque su maldito físico hace difícil odiarlo del todo. Es atractivo, el condenado.
Él me observa con esa calma exasperante; sus ojos recorren mi rostro con descaro y una media sonrisa se le pega a la boca, insolente.
—Hola, Elodie —murmura con voz grave, arrastrada, de esas que se sienten más que se escuchan—. Yo también te extrañaba. ¿Tú no a mí? —añade, ladeando la cabeza apenas, como si disfrutara del desconcierto que me provoca.
Y lo peor es que sí lo disfruta.
La ironía decora sus palabras; la sonrisa, demasiado azucarada para ser sincera. Me mira de arriba a abajo sin moverse, y lo noto… el ligero brillo en sus ojos, el modo en que el iris parece dilatarse apenas. Le gusta lo que ve.
Apoyo el hombro contra el marco de la puerta, la barbilla en alto. Cruzo los brazos, no para provocar, sino para marcar distancia.
—Quita esas cadenas de mi puerta de una vez.
—Siempre hay tiempo para la educación —responde, sin subir la voz. No suena a reto; suena a una orden—. Pídelo, por favor.
Esa frase me descoloca apenas un segundo. Luego regresa mi compostura.
—¿Sabes? —murmuro, lento—. Podrías utilizar esa energía y ganas de molestar para hacer algo más productivo.
—¿Como qué? ¿Algo que tenga que ver contigo en una habitación? —me corta.
Él ladea la cabeza, como quien prueba un vino y decide que aún no ha alcanzado el punto. La sonrisa se convierte en una amenaza apenas contenida.
—Podría enseñarte muchas cosas —contesta—. Pero prefiero observar cómo tropiezas sola. Es más divertido.
La rabia hierve, pero la contengo. No por educación, no por calma; por estrategia. No voy a regalarle combustible.
—¿Eso fue todo? —digo, más seca, ignorando sus palabras anteriores, no quiero ir por esa vía—. ¿O venías a presumir que tienes sentido del humor a costa de cerrar mi puerta?
—No vine a presumir —responde él, con esa voz baja que empuja hacia adentro—. Vine a decirte que si esto sigue, tendremos que hablar de consecuencias. Profesionales, claro.
Su cercanía es medida; invade el espacio como quien marca territorio sin levantar la voz. La tensión se pone física: el aire entre nosotros parece más denso, como si alguien hubiese decidido subir el volumen sin permiso.
—¿Consecuencias? —repito, dejando que la palabra caiga—. ¿Y quién decide eso? ¿Tú?
Él sonríe con suficiencia.
—Podríamos negociar —propone—. Pero no creo que sea un hábito tuyo pedir treguas.
El sarcasmo le sienta bien. Me enerva. Me acerco, lo justo, hasta que nuestras respiraciones casi se reconocen.
—No me confundirás con buena vecindad —digo—. No trago arrogancias gratis.
—Ni yo hipocresías —contesta, más suave—. Pero personalmente disfruto un buen juego.
Silencio. Lo sostengo. Es un juego de ajedrez con cubiertos en la mesa.
—Esto no ha terminado —digo al fin, como sentencia.
—Apenas empieza —responde él, con la seguridad de quien deja una marca—. Y, Elodie… —su voz baja un tono, como quien coloca una última pieza— todavía falta lo mejor.
Se da media vuelta y se aleja sin prisa, dejándome el viento y las cadenas y un orgullo que vibra en la garganta.
Me quedo allí, inmóvil, las manos aún tibias por la cola de la puerta. El candado pesa, pero no más que la decisión que tengo clavada entre las costillas: esto va en serio.
Y yo no vine a perder.
Me aparté unos pasos de la puerta, las manos todavía calientes por la rabia y el pulso acelerado. Cassian se había ido, dejándome detrás cadenas, cinta roja y un orgullo innecesario. No estaba dispuesta a repetir ese ritual de humillación: si alguien me iba a mover de mi puerta, sería por mi propia decisión.
Saqué el teléfono y marqué al único hombre que conozco capaz de arreglar un cerrojo con una lima y, si hace falta, desarmar un generador con una cucharilla: Jhon. La línea conectó en el segundo en que pronuncié su nombre. Del otro lado se mezclaban el ruido de herramientas, una radio desafinada y algo que caía con estrépito.
—¿Hola? —contestó, con su voz grave y familiar—. Aquí Jhon, el que lo hace todo. ¿En que lío te metiste esta vez, Eli?
Sonreí sin querer.
—No es gracioso —dije, aunque la risa se me coló—. Estoy en la puerta y alguien muy obsesivo la dejó encadenada. Candado del tamaño de una alcancía. Creo que alguien se tomó muy en serio la “broma”.
Se oyó un golpe, como si Jhon se quitara algo de encima.
—¿Encadenada? Mmm… suena algo turbio, me gusta—dijo—. Dame cinco minutos y te lo soluciono. Acá tengo de todo: si se rompe, Jhon lo arma; si no funciona, Jhon lo prueba. No hay nada que no pueda hacer, llamastes al indicado.
—Y tráete esa cosa rara que me contastes que compraste en tu último viaje. Ya sabes, la de Rusia.
Jhon soltó una carcajada metálica.
—Esa belleza. La conseguí en mi viaje mensual a Moscú. Es una joya, Eli; la usan hasta para cortar pernos en obras grandes, más que todo en delinquir. No te preocupes, no la he probado en la vecina… todavía. Voy en diez.