Dormí poco. Como siempre.
No sé si fue por el cansancio o por el eco de todo lo que arrastraba de la última semana, pero desperté con esa sensación ambigua de estar medio vacía y medio llena. Un equilibrio incómodo entre la calma y el desasosiego.
Hice lo de siempre: café negro, fuerte, sin azúcar.
El amargor me ancló a la realidad mientras me sentaba frente al ventanal. Afuera, la ciudad parecía moverse en cámara lenta. Los autos avanzaban con desgano, los peatones se confundían entre paraguas y bolsas, y el cielo, gris como mi ánimo, amenazaba lluvia. A veces pienso que la ciudad respira distinto cuando uno está agotado. Todo parece ir más despacio, excepto tú.
Pasé la mañana en el restaurante revisando pedidos, facturas y menús. Nadie imagina el caos que hay detrás de la perfección de un plato. Ese tipo de desorden solo puede amarse si uno realmente pertenece a él.
Al mediodía, me arremangué la camisa y seguí lijando el mueble viejo que tenía en el taller del fondo. La madera tenía ese aroma a pasado, a historias que uno borra a pulso. Cada capa que quitaba era una forma de soltar algo que me pesaba.
Mi padre siempre decía:
“Si algo está roto, arréglalo. Si algo te duele, transforma el dolor en algo útil.”
Así que lijé hasta que los brazos me dolieron y el polvo cubrió mis manos, mis mejillas, mis pensamientos.
Cuando el sol empezó a hundirse detrás de los edificios, tenía pintura en el rostro y una satisfacción que ninguna copa de vino podría igualar.
Y justo ahí, cuando por fin sentí que el silencio me pertenecía, sonó el teléfono.
Mensaje de Ruby.
“Esta noche, bar nuevo. Copas, risas y tú, sin excusas. Si dices que no, te secuestro.”
Suspiré.
Con Ruby no existían los “no”.
Era una fuerza natural: carisma con agenda, sonrisa peligrosa y el tipo de lealtad que asusta y salva al mismo tiempo. Jamie, Noelia y Sofía ya habían confirmado, por supuesto.
Así que, ordené la casa antes de ponerme manos a la obra, al terminar me duché, y abrí el armario sin ganas, tengo bastante vestidos, me gustan, hasta se puede decir que soy una obsesionada con los vestidos, tacones y joyas, por lo que mi armario es practicamente medio cuarto.
Elegí un vestido negro con escote discreto y espalda abierta. Lo suficiente para respirar, lo justo para decir “sí, sé lo que hago”.
Perfume con notas de madera y ámbar.
Cabello suelto, con las ondas grandes y suaves.
Labios color vino, mi favorito.
Elodie versión noche.
El bar quedaba en una terraza elevada, con luces cálidas colgando entre plantas y velas encendidas en las mesas. La música suave flotaba como un secreto, mezclándose con el rumor de risas, copas y promesas que nadie cumpliría.
Mis amigas ya estaban allí. Ruby, con su blazer rojo de ejecutiva indomable; Jamie, riendo con esa facilidad que siempre quise tener; y Sofía y Noelia, enfrascadas en una discusión sobre si era posible enamorarse dos veces del mismo hombre y todo parece que una de ellas ya lo está.
—¡Miren quién llegó! —gritó Ruby, alzando su copa de vino rosado—. ¡La mártir del trabajo!
—Por favor, no empieces —reí, dejándome caer en la silla—. Hoy no quiero escuchar la palabra “restaurante”.
—¿Y Cassian? Todas hablan de eso en el grupo, pero nosotras no hemos tenido el placer de conocerlo —preguntó Noelia señalandose a ella y Sofía, con una sonrisa más traviesa que inocente.
—Eso tampoco cuenta, no hay mucho que contar, tampoco.
—Entonces, ¿de qué hablamos? —dijo Jamie, divertida.
—De cualquier cosa que no lleve delantal ni ego masculino del tamaño del Empire State.
Las carcajadas fueron instantáneas. Y necesarias.
Era como abrir una ventana en una habitación cerrada por días.
Pedimos copas. Aunque yo empecé con agua con gas, Ruby se encargó de corregirme pronto. Entre risas, contó la historia de un cliente que intentó invitarla a cenar mientras le firmaba un contrato. Noelia confesó que había bloqueado a su ex… tres veces, porque él seguía creando cuentas nuevas para escribirle.
Y entre los chismes y los brindis, Noelia bajó la voz.
—Elo… Chris preguntó por ti el otro día.
Mis dedos se detuvieron girando la copa.
—¿Chris? —repetí, con calma fingida.
—Sí, me lo crucé en la galería. Dijo que te veía bien, que le alegraba que tu restaurante “siguiera en pie”. Y lo dijo con esa cara de arrepentido de telenovela barata.
Reí bajo, sin sorpresa.
—Supongo que es fácil admirar lo que no se tuvo el valor de apoyar.
Ruby asintió, brindando conmigo.
—Por todos los que nos subestimaron y ahora pagan por reservar mesa.
Las copas chocaron.
Y sí, dolió. En su momento dolió que Chris no peleara por mí, que su familia pensara que yo no era “suficiente” y que él callara para no incomodar su apellido. Pero ahora… era una cicatriz.
Y las cicatrices, cuando aprendes a llevarlas, se vuelven joyas discretas, hasta que desaparecen, como esta.
La música cambió.
De esas canciones que no se bailan: se sienten.
Ruby fue la primera en levantarse, como siempre, arrastrando a todas con ella. Sofía giraba con su vestido azul, Jamie reía con lágrimas en los ojos, y Noelia grababa todo para subirlo a historias.
Yo resistí al principio. Pero bastaron dos acordes latinos y media copa más para rendirme. Me levanté con una sonrisa en la cara, dejé la copa en la mesa y me lancé al centro.
Bailamos como si el mundo fuera nuestro.
Mujeres con el brillo de quienes sobrevivieron demasiado y aún se atreven a reír, un grupo de chicas que solo buscan disfrutar de la noche.
Había miradas curiosas, algunas admiradas, otras juzgando desde sus sombras. Pero nada importaba.
Ruby nos abrazó a todas y gritó:
—¡Por las que no se dejan apagar por nadie!
Y por un segundo, creí que el universo nos aplaudía.
Una chica se unió de pronto. Joven, bonita, nerviosa.
—¿Nos conocemos? —preguntó Jamie.
—No, pero necesito fingir que sí. Mi novio dijo que estaba en un partido y acabo de ver su historia… aquí. Con otra.