Navira llegó con un equipo entero como si fuéramos a grabar la temporada final de algo importante.
Luces, cámaras, asistentes con auriculares, un fotógrafo que parecía más artista que humano, y un barista que nadie había pedido, pero que ya se comportaba como si el set fuera suyo.
Yo me mantuve en un rincón, observando cómo convertían Lumé en un circo perfectamente coreografiado. Cada foco que encendían aumentaba mis ganas de desaparecer.
Hasta que lo vi a él.
Cassian Dumont salió desde la cocina, mangas arremangadas, mandil negro, el cabello algo desordenado, como si el caos le sentara bien.
Tenía esa clase de presencia que no pide permiso: simplemente ocupa el aire.
—Llegas puntual —dijo, con una calma que rozaba la provocación—. Empezaba a pensar que te habías rendido.
—Tenía curiosidad por ver cómo luce un chef con complejo de dios a plena luz del día —respondí, sin apartar la vista.
Sonrió. Ese tipo de sonrisa que promete problemas antes del primer vino.
—Hermosa comparación. Pero cuidado, el ego es inflamable.
—Perfecto, así no necesito fósforos.
Navira aplaudió, encantada con la tensión.
—¡Esa energía, chicos! Quiero eso. Tensión, roce, peligro. Si no hay fuego, no hay arte.
Nos miró como si estuviéramos a punto de besarnos o de lanzarnos los cuchillos.
—El concepto es simple: crearán un plato juntos. Cassian, tú eres precisión. Elodie, tú, caos elegante. Quiero fusión, no guerra civil.
—Depende de con quién me toque el turno de cuchillos —murmuré.
Cassian se inclinó apenas, con una sonrisa peligrosa.
—Tranquila. Prometo no cortarte nada importante.
—No prometas tanto. Luego no cumples —repliqué, ajustándome el delantal.
Navira suspiró.
—Perfecto. Eso quiero. Química y tensión. Si no parece que pueden besarse o destruirse en cualquier segundo, no sirve.
Cassian soltó una risa baja.
—Por fin alguien con visión.
El primer intento de cocinar juntos fue un desastre cuidadosamente contenido.
Yo quería usar hierbas frescas; él insistía en reducirlas.
Yo buscaba un contraste ácido; él lo llamaba “ruido innecesario”.
Cada movimiento era una negociación con sabor a desafío.
—¿Podrías no tocar eso? —le dije, cuando movió la sartén.
—Podría. Pero estaría mal hecho.
—Eres insufrible.
—Y tú estás quemando el ajo.
—No estoy—
—Está dorándose demasiado —dijo, acercándose por detrás, su voz casi rozando mi oído—. Si vas a odiarme, al menos aprende algo útil en el proceso.
Me giré. Nuestros cuerpos quedaron a centímetros.
El olor a vino, ajo y piel cálida llenó el aire.
Navira murmuró al fotógrafo:
—Eso. No se muevan. Capta ese instante. Quiero que se note el peligro.
Cassian no se apartó.
—¿Ves? —susurró—. Dorado, no quemado.
—Gracias por la clase magistral. ¿Quieres también enseñarme a respirar?
—Solo si lo haces mal.
—Eres un idiota.
—Y sin embargo, sigues aquí.
Pasó una hora entre roces, miradas y comentarios que sabían más a reto que a receta.
El fotógrafo disparaba sin parar, Navira daba órdenes como directora de una película prohibida, y Cassian… Cassian jugaba con el fuego, literal y metafórico.
Se movía a mi alrededor con precisión calculada. Tomaba utensilios desde mi lado, se inclinaba demasiado cuando probaba la salsa, o rozaba mi brazo con un “accidente” perfectamente intencionado.
Sabía lo que hacía.
Y peor aún, sabía que yo también lo sabía.
—¿Siempre invades así los espacios ajenos? —le dije, sin mirarlo.
—Solo cuando valen la pena.
—¿Y si te digo que me incomoda?
—Entonces seguiré igual, para comprobarlo.
—Eres un imbécil.
—Y tú, una tentación con cuchillos. —Sonrió—. Suena equilibrado.
El plato tomó forma: risotto con limón confitado, vino blanco y una reducción que olía a tregua.
Navira los observó satisfecha.
—Esto es oro. Tensión, elegancia y un plato perfecto. Son la receta del desastre más rentable del año.
Cassian levantó una ceja.
—Yo prefiero llamarlo química.
Nos hicieron probar el plato frente a cámara.
Cassian me miró antes del primer bocado.
Su mirada decía más que cualquier elogio.
Probé. Cerré los ojos. Era… perfecto.
Equilibrado, provocador, con el punto exacto entre su disciplina y mi caos.
—No está mal —dije.
—Traducción: te encanta, pero no vas a admitirlo.
—Traducción: no me interesa tu interpretación.
—Claro que te interesa —replicó, y su tono fue tan bajo que el aire se volvió pesado.
Las cámaras se apagaron.
Navira sonreía como quien sabe que ha capturado dinamita pura.
—Esto va a arder en redes. La gente no va a saber si quieren verlos cocinar… o ver qué pasa después.
—Navira —advertí.
—¿Qué? Lo digo con cariño. —Le guiñó un ojo a Cassian—. Villano sexy, no cambies. Da rating.
Cassian alzó su copa.
—Y tú, Perkins, no dejes de provocarme. Da sabor.
Chocamos las copas, sin intención. Pero cuando el cristal sonó, nuestras miradas también lo hicieron.
El equipo se fue, y el silencio llenó la cocina.
Yo recogía los utensilios cuando sentí que él estaba detrás de mí, otra vez demasiado cerca.
—¿Qué? —pregunté.
—Nada. Solo pensaba en lo bien que cocinas cuando no intentas ganar.
—Y yo en lo mal que disimulas.
—No intento disimular. —Su voz bajó—. Me gusta el fuego, Perkins. Sobre todo cuando arde despacio.
El corazón me dio un salto que odié reconocer.
—Buenas noches, Cassian.
—¿Tan pronto? Apenas empezábamos a divertirnos.
—Algunos tenemos que dormir para seguir soportando a otros.
—Entonces sueña conmigo —dijo, con una sonrisa que se quedó pegada al aire.
Justo cuando iba a salir, sentí una mano en mi brazo. Fue un agarre suave, firme. Me quedé congelada. El mundo, por un segundo, se redujo a ese contacto y a la forma en que su presencia llenaba el espacio detrás de mí.