La noche estaba viva.
Luces colgantes, risas, el sonido de sartenes chocando y el olor de mil cocinas improvisadas. La Feria Sabores del Mundo se extendía como una sinfonía de fuego, especias y lenguas distintas.
Cassian caminaba a mi lado, todavía sosteniendo mi mano con esa naturalidad que irritaba tanto como fascinaba.
—No lo recordaba así —dije, mientras mis ojos recorrían los puestos—. Antes venía a estas ferias buscando ideas para mi primer menú.
—Y ahora eres la inspiración de medio gremio —respondió él, sin soltarme—. Supongo que todos venimos a mirar lo que algún día quisimos ser.
Lo miré. No era ironía lo que había en su voz. Era verdad.
Y por primera vez noté algo en Cassian Dumont que pocas veces mostraba: respeto.
Auténtico. Silencioso.
Nos detuvimos frente a un puesto tailandés. Una mujer servía noodles con salsa de coco y chili, moviendo el wok como si tocara un instrumento. Cassian observó sus movimientos, los reflejos del fuego sobre el aceite.
—Mira eso… —murmuró, casi hipnotizado—. Esa precisión en el caos. Esa es la diferencia entre cocinar y vivir.
—¿Desde cuándo te vuelves poeta culinario? —pregunté, sonriendo.
—Desde que descubrí que me escuchas —replicó, girándose hacia mí con una sonrisa ladeada.
Y por un instante, el ruido de la feria se desvaneció.
El reflejo de las luces en sus ojos grises tenía algo peligroso.
O tal vez era la forma en que me miraba: como si quisiera probar algo más que comida.
Me alejé apenas un paso, buscando aire.
—Vamos —dije—, hay que seguir probando. No puedo quedarme solo con tus versos.
Pasamos por un puesto mexicano, uno de sushi fusión, otro de postres con nitrógeno líquido.
Él comentaba, analizaba texturas, hablaba con los cocineros con un entusiasmo contagioso.
Y yo… lo miraba diferente.
No al hombre arrogante del restaurante, sino al chef que vivía por el sabor, el detalle, la historia detrás de cada plato.
—¿Sabes qué es lo peor de ti, Dumont? —le dije, mientras probaba un trozo de taco coreano.
—Que tengo demasiadas virtudes, imagino —bromeó.
—Que haces que todo parezca fácil. Hasta sentir.
Se detuvo. Su sonrisa se suavizó.
—Eso no me lo habían dicho nunca.
—No lo tomes como cumplido. —Le pasé el vaso de sake—. Solo… no lo arruines.
Él tomó el vaso, lo bebió sin apartar la vista de mí.
—Imposible. Ya estás arruinada tú.
—¿Ah, sí?
—Totalmente. —Se inclinó, acercando sus labios a mi oído—. Por dentro, ya estás pensando en el plato que haríamos juntos sin cámaras.
Mi respiración se atascó.
Su voz tenía esa textura grave que hacía que todo sonara como una promesa prohibida.
—Eres tan…
—¿Irresistible? —interrumpió, divertido.
—Irritante. —Pero sonreí.
Seguimos caminando. Nos detuvimos frente a un puesto de tapas españolas.
Cassian pidió dos pequeñas porciones de pulpo con alioli de trufa. Me ofreció una.
—Pruébalo.
—Pide otra para ti.
—No. Quiero verte probarlo.
Lo dijo tan serio que por un segundo pensé negarme. Pero lo hice.
Él me sostuvo la mirada mientras el sabor explotaba en mi boca.
Era perfecto: ahumado, suave, con ese toque de tierra y mar que me recordaba por qué cocinaba.
Cassian sonrió despacio, con esa seguridad peligrosa que se instala bajo la piel.
—Nuevo logro desbloqueado —dijo.
—¿Qué? —pregunté, entre risas.
—Te di de comer y no me clavaste un tenedor. Diría que eso merece una medalla.
—Estás insoportable esta noche.
—Y tú preciosa.
Me quedé en silencio.
No porque no supiera qué decir, sino porque lo había dicho con tanta naturalidad que dolía lo bien que sonaba.
Seguimos probando platos, comentando ingredientes, improvisando críticas y bromas entre los dos.
Cada palabra, cada roce accidental, tenía un pulso distinto. Algo más que rivalidad.
En un puesto de postres artesanales, él tomó una cucharilla y me ofreció una porción de mousse de chocolate con pétalos de sal marina.
—Confía —dijo.
—No confío en los hombres con cuchara.
—Haré que cambies de opinión.
Tomé el bocado, lenta, y el sabor me derritió. Él sonrió al verme cerrar los ojos.
—¿Ves? Ya tengo un nuevo pasatiempo —susurró, casi divertido—. Alimentar a esa preciosa chef que dice odiarme, pero se queda sin palabras cuando la hago disfrutar del sabor.
—Cassian…
—Sí, Elodie. —Se inclinó lo suficiente para que su voz rozara mi cuello—. Hermoso, ¿no?
—No sabría decirlo —murmuré.
—Yo sí.
El silencio volvió, espeso y eléctrico.
El aire se llenó de algo que no era solo el aroma del cacao.
Caminamos un rato más. El bullicio alrededor parecía ajeno a lo que se había vuelto una danza entre ambos: palabras, gestos, miradas.
Una receta que se cocinaba a fuego lento.
Cuando las luces empezaron a apagarse, Cassian me llevó de regreso en su auto.
El trayecto fue tranquilo, casi íntimo.
La música era suave, un jazz elegante que contrastaba con el silencio entre nosotros.
A veces cruzábamos una mirada, otras fingíamos que no existía.
Pero el aire... el aire estaba cargado.
Al llegar a la calle donde ambos teníamos los locales, estacionó frente a Lumé.
Apagué el cinturón con calma, aunque las manos me temblaban.
—Gracias por traerme —dije, mirando hacia adelante.
—Gracias por no huir —respondió.
—No prometo repetirlo.
—Yo sí.
Su mirada descendió a mis labios. No me tocó. No hizo falta.
Y por un instante, quise que lo hiciera.
Bajé del auto antes de que mi cuerpo decidiera quedarse.
Él bajó el vidrio de su ventana.
—Buenas noches, Perkins. —Su voz era pura calma contenida—. Y… la próxima vez, el postre lo hacemos juntos.
Lo miré un segundo más de lo prudente.
Y sonreí.
Porque, maldita sea, no sabía si quería cocinar con él…
o probarlo.