Tres días.
Y ni una llamada, ni un mensaje, ni una mención.
Perfecto. Justo lo que quería.
O al menos, eso repetía con la convicción de quien intenta convencerse de que no está revisando su teléfono cada hora.
Había logrado esquivarlo. O al menos eso creía.
Apenas escuchaba su nombre, cambiaba de tema. Si alguien de Lumé llamaba, dejaba que Ruby atendiera. Si su auto pasaba frente a Lys Garden, fingía no notarlo.
Era una estrategia cuidadosamente diseñada: invisibilidad selectiva.
No se trataba de ignorarlo —nadie ignora un incendio—, se trataba de no acercarse demasiado al fuego.
Aunque, siendo sincera, yo era un fósforo con patas.
Cada vez que veía una botella de vino blanco, mi cerebro la asociaba con él.
“Vino seco con notas de arrogancia y un final persistente en la lengua”, habría dicho Navira en una reseña poética.
Sacudí la cabeza y volví al inventario.
Frascos, botellas, cajas de especias.
Una hoja de Excel abierta en la tablet.
Y yo, intentando hacer sumas que no daban porque el nombre prohibido seguía apareciendo entre los ingredientes:
Aceite de oliva — 2 litros
Cassian — 0 llamadas. Perfecto.
Ruby entró a la cocina en ese momento, sujetando su teléfono con una sonrisa sospechosa.
—¿Estás bien o estás contando botellas como quien reza para olvidar un crimen?
—Ambas —dije, sin levantar la vista.
—Ajá. —Se cruzó de brazos—. Porque acabo de ver a cierto chef estacionar frente al local hace un rato.
Me giré tan rápido que casi tumbé una caja de tomates.
—¿Qué?
—Tranquila, detective, ya se fue. Creo. —Hizo una pausa dramática—. Aunque te juro que me pareció que bajó del auto solo para mirar hacia acá.
Me llevé la mano a la frente.
—Genial. Ahora lo que estás es divagando, quizás veía hacia otro lado.
—No te hagas la cínica, lo estás disfrutando.
—Ruby, por favor. Lo único que disfruto es el silencio. Y el silencio se llama “tres días sin Dumont”.
Ella soltó una risa.
—Lo dices como quien mide la abstinencia.
—Porque lo es.
Ruby se encogió de hombros y se fue hacia la entrada, tarareando.
Yo volví a lo mío: no pensar y consentrarme en lo que importada de verdad.
El reloj marcaba casi las diez.
El restaurante estaba vacío, solo quedaba el eco de los platos lavados y el olor persistente de la cena.
El tipo de calma que, normalmente, me gustaba.
Pero esa noche… no.
Esa noche se sentía como si alguien hubiese dejado la puerta abierta al recuerdo.
La cocina estaba casi vacía.
Solo el murmullo de la nevera, el sonido del agua cayendo en la pileta y el roce metálico de los utensilios al guardarlos.
Me serví una copa de vino.
El reflejo del líquido se movía sobre el acero de la mesa, y la luz cálida del local hacía que todo pareciera más tranquilo de lo que realmente era.
O eso intentaba creer.
A veces, el silencio tiene la mala costumbre de parecer paz cuando en realidad es pura anticipación.
Le di un sorbo al vino.
Luego otro.
Y después uno más, porque el primero no había logrado callar la voz en mi cabeza que sonaba demasiado parecida a la suya.
“Dime que no estás pensando en mí.”
—No lo estoy —murmuré al aire, con el tono de una loca funcional.
Silencio.
Hasta que escuché el crujido leve de la puerta principal.
Mi corazón se adelantó dos pasos a mi cuerpo.
No. No podía ser.
Seguramente Ruby había olvidado algo.
O el repartidor, o un ladrón gourmet dispuesto a robar cucharas de plata.
Me asomé al pasillo.
Y claro.
Era él.
Apoyado en el marco de la puerta, con esa insolencia elegante de quien sabe exactamente el efecto que provoca.
Camisa beige arremangada, cabello ligeramente despeinado, y una sonrisa que parecía decir vine a arruinarte la noche con estilo.
—¿Qué haces aquí? —pregunté, intentando sonar más irritada que sorprendida.
—No pensé que trabajaras tan tarde —dijo, como si la frase justificara su intrusión.
—Y yo no pensé que fueras tan aficionado a irrumpir en locales ajenos.
—No es irrupción si la puerta estaba abierta —contestó, entrando con toda la calma del mundo—. Además, admitámoslo: me echabas de menos.
—Sí, claro. Igualito que echo de menos una auditoría.
Sonrió.
—Mentira. Te encantan los desafíos.
—Sí, pero solo los que puedo cerrar con candado.
—Ay, ese candado… —suspiró teatralmente—. Creo que deberíamos darle su propio nombre en los créditos de nuestra historia.
—Nuestra historia —repetí, cruzándome de brazos—. Tienes un talento impresionante para inventar cosas.
—Culpa de Navira —replicó, apoyándose en la barra—. Ella empezó con eso de “la química que se derrite”.
Rodé los ojos.
—Navira debería escribir ficción erótica.
—Si lo hace, seguro nos usa de referencia.
Solté un resoplido que no logró ocultar la sonrisa.
No debía sonreír. Pero lo hacía.
Porque Cassian era eso: una tormenta con traje, imposible de predecir, pero imposible de ignorar.
Él tomó una copa limpia, se sirvió vino sin pedir permiso.
—¿Tienes idea de lo aburrido que es no discutir contigo?
—No me sorprende. Vives del caos ajeno.
—No. —Se inclinó un poco—. Solo del tuyo.
Me forcé a mirar hacia otro lado, a las luces del techo, a cualquier cosa que no fueran sus ojos.
—¿Viniste solo a fastidiar?
—No. Vine a ver si seguías pensando en mí.
—Pues mira qué sorpresa: no.
—Entonces mírame cuando lo digas.
Lo hice.
Error.
Gran error.
Porque esos ojos —grises, tranquilos, con esa paciencia predadora— tenían la absurda habilidad de hacerme olvidar cualquier argumento.
Era como discutir con una tormenta.