La cocina de Cassian era amplia, luminosa y tan impecable que parecía respirar orden por sí sola. No un orden rígido ni obsesivo; era el tipo de organización que tienen las personas que necesitan que el mundo tenga un lugar para cada cosa, porque sus pensamientos ya cargan con suficiente ruido.
Y, de alguna manera, ese espacio… se sentía como él.
Cuando me pasó el delantal blanco, hubo un segundo en el que mis manos dudaron, como si supieran más que mi cabeza.
—¿Lista? —preguntó mientras se arremangaba, sin darse cuenta de lo peligrosamente bien que le quedaba la simpleza.
—Depende —respondí—. ¿Qué consideras “lista”? ¿Dispuesta a seguir instrucciones?
Lo dije con un tono que llevaba una mezcla calculada de seriedad, orgullo y un pequeño desafío.
Yo sabía lo que implicaba seguir instrucciones. Era chef. Había pasado media vida recibiéndolas, peleándolas, cuestionándolas… y sobreviviéndolas.
Cassian dejó caer una risa suave, casi privada.
—Bueno… —me miró con una calma que me desarmó—. Si estás dispuesta a dejar que yo lleve el ritmo, creo que estamos más que bien.
Levanté una ceja. Algo dentro de él sonrió como si yo hubiera activado un interruptor que no conocía.
—O —añadió con una sonrisa lenta—, con que no huyas está perfecto. Pero si sigues mis instrucciones, mejor.
Me puse el delantal sin responder, aunque la sonrisa que me apareció sola bastó para que él supiera que lo había conseguido.
Nos movimos alrededor de la cocina con una fluidez que me sorprendió más de lo que quise admitir. No había incomodidad. Había un tipo distinto de tensión… esa que nace cuando dos personas se entienden sin hablar demasiado.
En un momento, él corrigió mi postura con el cuchillo. Se acercó por detrás, su brazo rozó el mío y su voz bajó apenas un tono.
—No así —murmuró—. Déjame.
Sus manos no tocaron las mías, pero las guiaron desde la distancia mínima que permitía el pudor.
Mi respiración tuvo que renegociar su contrato con mis pulmones.
—¿Así? —pregunté.
Cassian asintió despacio, tan cerca que mi piel supo lo que era anticipar.
—Mucho mejor.
El universo decidió intervenir: el tapón de un frasco saltó y dejó caer su contenido sobre la mezcla como una catástrofe pequeña y absurda.
Me quedé mirándolo. Él también.
Y luego me miró a mí, como si compartiéramos un idioma propio.
—Ni un comentario —advertí.
—No pienso decir nada… —su voz se quebró en risa—. Aunque admito que estoy reconsiderando nuestra posibilidad de hacer equipo rápido.
Hizo una pausa.
—Pero la sintonía… esa sí podemos encontrarla.
Ese comentario se quedó orbitando entre nosotros.
Y no, no ayudó a que mis rodillas cooperaran.
Estaba limpiando la tabla cuando una voz femenina atravesó el aire:
—Cass, ¿estás aquí? Traje los documentos.
La columna, la espalda, la cabeza… todo se me alineó sin permiso.
—Debe ser Léa —dijo Cassian, sin prisa, como quien comenta la hora del día.
Léa entró con una seguridad que decía “sé dónde estoy y a quién busco”. Alta, estilizada, blazer negro precioso.
Su energía no era agresiva, pero sí clara.
Y sí, las mujeres notamos esas cosas.
—¡Cass! No sabes lo que fue encontrar estaciona—
Me vio.
La sonrisa que traía para él cambió. Matiz mínimo. Preciso. Reconocible.
—Oh. No sabía que estabas acompañado.
Cassian se secó las manos tranquilamente.
—Léa, ella es Elodie. Tiene el restaurante de enfrente.
—Sí, lo ubico —respondió con una sonrisa diplomática de manual.
—Mucho gusto —dije.
—El gusto es mío —respondió ella, con un tono tan perfecto que parecía ensayado.
Le entregó los documentos a Cassian. Él los tomó revisando los papeles.
Mientras ella le explicaba ciertos detalles, él escuchaba la mitad. La otra mitad estaba… en mí. No porque me estuviera mirando, sino porque su forma de estar decía que yo no era una interrupción en su cocina, sino parte del ambiente.
Léa sí lo miraba con un matiz más suave. No exagerado. No dramático. Pero estaba ahí.
Yo no quise juzgarla. No tenía motivos.
También pensé, por un segundo, que quizá solo era una amiga protectora, o una mujer que cuida su lugar en la vida de su amigo.
Nada más.
—Si te hace falta algún otro papel, dime —dijo finalmente.
—Te aviso —respondió Cassian, cordial y punto.
Léa me sonrió antes de irse. Una sonrisa pequeña, amable, no ofensiva.
Cuando salió, él exhaló un suspiro leve, no cargado, solo… práctico.
—Léa es amiga mía desde la universidad —comentó mientras ordenaba los documentos en un extremo de la mesa—. Ella estudiaba derecho, yo estaba en gastronomía. Coincidimos por un par de materias optativas y desde entonces me ayuda con papeleo, permisos, esas cosas que me dan dolor de cabeza.
—Ah —sonreí—. Entonces es como mi Ruby.
Cassian levantó la mirada, como si aquello le hubiera gustado genuinamente.
—¿Sí? —preguntó.
—Sí. Ruby es la que mantiene mi vida administrativa en pie. Y la que me recuerda pagar impuestos cuando se me olvida que existen.
Él soltó una risa baja, real.
—Exacto. Léa cumple ese rol conmigo. Nada más complicado que eso.
No tuve motivo para dudarlo.
Y tampoco para seguir pensando en ello.
Cassian se acercó nuevamente, esta vez para mostrarme un corte, según a su estilo, ya que es algo nuevo para mí.
Pero lo hace demasiado cerca.
Otra vez. Es un sinvergüenza.
—Mira —dijo—. Es más fácil si lo haces así…
Su voz bajó sin quererlo.
Su pecho casi rozó mi hombro.
La distancia entre los dos era…
Bueno, era ridícula.
Cuando levanté la mirada, él ya estaba observándome.
En silencio.
Con esa calma peligrosa que tienen los hombres que no necesitan hacer ruido para imponerse.
Un segundo.
Otro.
El mundo se sostuvo en una línea invisible.