Fuego cruzado

Capítulo 16

La cocina del salón de eventos estaba llena de ese murmullo que solo aparece cuando todo marcha bien: cucharas chocando contra recipientes, hornos abriéndose y cerrándose, órdenes precisas que flotaban en el aire sin necesidad de levantar la voz. Yo respiraba dentro de mi uniforme blanco impecable, el cabello recogido en un moño firme y un maquillaje apenas perceptible, lo justo para no parecer agotada después de horas coordinando a todo el equipo.

Había aceptado este trabajo porque significaba algo para mí. No solo por la importancia del evento —una gala benéfica cuyo menú había sido encargado especialmente a mi restaurante— sino porque me recordaba cuánto había construido, cuánto había resistido y cuán lejos había llegado desde aquellos días donde mis manos temblaban al cocinar frente a un profesor demasiado exigente. Ahora, era mi nombre el que buscaban, mi firma culinaria la que querían degustar.

De vez en cuando salía al salón para saludar a los invitados. Muchos eran clientes habituales —personas generosas, cálidas, que habían apostado por mi comida cuando aún nadie la conocía— como los señores Pitts, quienes me abordaron apenas me vieron acercarme a su mesa.

—Elodie, querida, esta noche te has superado —dijo la señora Pitts, tomándome las manos con una sonrisa que siempre me hacía sentir en familia—. El aroma del risotto nos tiene cautivados desde que entramos.

—Me alegra que les guste —respondí con mi mejor sonrisa, esa que no era profesional sino genuina, la que reservo para quienes realmente aprecio—. Quise mantenerlo delicado, con un toque fresco. Nada pesado para una noche tan elegante.

Conversé con ellos un momento, agradecí sus palabras, respondí a preguntas sobre el restaurante y sobre los nuevos platos que planeaba introducir. Era una charla ligera, agradable… hasta que, sin querer, mi mirada se desplazó hacia la entrada del salón.

Y allí estaban.
Tres figuras perfectamente reconocibles, aunque no hubiese querido reconocerlas nunca más.

Los padres de Chris se movían con la misma rigidez de siempre, como si el aire alrededor de ellos estuviera obligado a acomodarse para no rozarles. Y a su lado, ligeramente detrás —como cuando éramos jóvenes y él apenas abría la boca frente a ellos— estaba Chris.

Él no había cambiado tanto. El mismo porte correcto, el mismo peinado pulido… y esa expresión entre contenida y vacía que tan bien recordaba. Era extraño: no sentí un golpe en el pecho, ni un temblor. Solo una conciencia fría. Un reconocimiento sin emoción.

Me sorprendió lo sencillo que resultó apartar la mirada y volver a la conversación, como si el universo hubiese decidido darme una prueba pequeña para confirmar algo que yo ya intuía: aquella etapa estaba cerrada, archivada en un rincón que ya no dolía.

Los Pitts no notaron mi distracción, así que terminé de hablar con ellos, agradecí su apoyo como siempre, y me preparé para regresar a la cocina.

Me giré apenas para tomar el camino de vuelta cuando escuché que alguien me llamaba por mi nombre.

—Elodie…

La voz me alcanzó como un recuerdo que no buscaba.
Me giré despacio. Y ahí estaba él, Chris, separado de sus padres, con una expresión que no supe descifrar al instante. Tal vez sorpresa. Tal vez incomodidad. Tal vez el impacto de darse cuenta de que, esta vez, yo no era la que se encogía frente a su presencia.

—Hola, Chris —respondí con educación, manteniendo una distancia natural, esa que surge sola cuando ya no existe vínculo alguno.

—Te ves… diferente —murmuró, como si no encontrara la palabra exacta.
—Han pasado años —respondí suavemente—. Es normal cambiar.

Él asintió, pero sus ojos estaban inquietos, casi culpables. Como si quisiera decir algo más, como si buscara una puerta para reparar algo que ya no necesitaba reparación.

—No esperaba verte aquí. Mis padres… bueno, ellos—

—Sí, ya los vi —le corté con calma, sin dureza, solo honestidad—. No te preocupes. No tienen que acercarse. Todos estamos aquí por el evento, nada más y estoy haciendo mi trabajo por lo que puedes ver.

Por un segundo creí que iba a disculparse, que por fin iba a reconocer lo que nunca tuvo el valor de decir en el pasado: que no me defendió, que permitió que su familia me hablara como si yo fuera un proyecto fallido, una aspiración sin futuro. Que eligió su comodidad antes que a mí.

Pero en vez de hablar, se quedó quieto, atrapado en esa misma indecisión que lo definió tanto tiempo.

Estába a punto de avanzar hacia la cocina cuando una figura se interpuso en nuestro camino con esa precisión teatral que tanto la caracterizaba. Miriam. No necesitaba verla completamente para reconocer el perfume excesivo, la postura rígida y esa manera suya de caminar como si el suelo fuese asunto suyo.

Señorita Elodie, —pronunció mi nombre con una suavidad fingida, estirándolo como si fuera algo que se pegara en la lengua—. No pensé verla por estos lugares. ¿Nuevo trabajo de camarera?

No entiendo por qué siempre me pasan estas cosas. Justo a las personas que no quiero ver, la vida se encarga de ponérmelas en el camino. ¿Será alguna especie de prueba o qué?

La mujer sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Cada palabra era un dardo.
Una provocación calculada.

Me tomó un par de segundos ordenar mi expresión, porque su comentario no dolió… pero sí picó. Era ese tipo de gente que ni con los años ni con el dinero aprende modales.

Le dediqué una sonrisa lenta, elegante, perfectamente controlada.

Hola, Miriam. —respondí con suavidad, usando su nombre de pila a propósito.

El pequeño temblor que tuvo en la mejilla valió cada década de paciencia.

—Veo que sigue tan pendiente de lo que hago —continué, sin alterarme—. Me halaga. Aunque admito que es curioso que lo diga… considerando que últimamente aparezco bastante en revistas gastronómicas. Pensé que ya lo sabría.




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