Desperté con la clara sensación de que mi cuerpo quería seguir durmiendo, pero mi mente ya estaba en turno doble. No era solo cansancio; era ese cosquilleo raro que queda después de una noche donde pasan demasiadas cosas importantes y ninguna termina del todo.
El evento, las miradas de Miriam cargadas de veneno elegante, la cara descolocada de Chris, la forma en que Cassian se colocó a mi lado como si la sala entera fuera un tablero que él supiera leer mejor que nadie… y, sobre todo, esa conversación suspendida en la sala privada del hotel, justo en el punto en que la vida deja de ser “tensión” y pasa a ser “decisión”.
«Elodie, dime algo. ¿Tengo tu permiso… para empezar a pretenderte de verdad?»
Mi cerebro, responsable, quería meter esa frase en una caja fuerte marcada con un gran “PELIGRO”. El resto de mí, mucho menos responsable, la había dejado dando vueltas por mi cuerpo toda la madrugada como si fuera una canción pegajosa.
Busqué el celular en la mesita de noche. La pantalla se encendió con una avalancha de notificaciones que me dio ganas de tirarlo por la ventana: grupo de Lys Garden, proveedores, reservas nuevas… y varios enlaces repetidos, todos con mensajes del mismo tono:
«Chefa, respire antes, pero tiene que ver esto.»
«No es tan malo, pero… intenso.»
«Dato: la ciudad está chismosa.»
Abrí el primero con el estómago encogido. Mis sospechas no se equivocaron: la misma plataforma gastronómica de siempre, el mismo tono de crónica “fina”, la misma firma anónima jugando a ser omnipresente. «Química a fuego lento».
El artículo hablaba del evento de anoche: de los platos, de los invitados, del ambiente… y de nosotros.De “la tensión perfectamente visible entre los dos chefs que se han vuelto imposibles de ignorar”, de “un cruce de miradas en el salón que decía mucho más que cualquier maridaje”, de “la curiosa manera en la que el chef de Lumé se colocó a la izquierda de la dueña de Lys Garden como si fuera un lugar que le perteneciera por costumbre”. Incluso se permitía una frase tan absurda como efectiva: “la ciudad ya no sabe si está presenciando una guerra de fogones o un preludio de romance”.
Cerré el artículo con un golpe de pulgar, como si pudiera cerrar también todas las bocas que lo iban a comentar. No había nada abiertamente injusto; no hablaban de sabotajes ni de trampas. Pero reducían años de trabajo, esfuerzo, noches sin dormir y decisiones difíciles a una especie de fanfic público donde Cassian y yo éramos los protagonistas involuntarios.
El celular vibró otra vez. Esta vez, el nombre que apareció fue clarísimo: Clara.
«Edi, alerta temprana: tía Lavinia ya mandó el artículo al grupo de la familia con un “¿ven lo que yo decía?” incluido. Tú madre dice que probablemente vayan a verte “solo a tomar café y conversar”. Traducción: Lavinia va en modo comité ético. Te quiero. Húndete en harina si hace falta.»
Solté un suspiro y apoyé el brazo sobre los ojos. Por supuesto. Lavinia, con material fresco, era como una perra de caza con pista nueva. No había universo en el que se quedara tranquila en su casa ignorando la oportunidad de opinar sobre mi vida.
Me levanté, me duché rápido y dejé que el agua caliente intentara despegarme de la piel el evento, el artículo y la palabra “química” usada como arma. No lo logró del todo, pero al menos me devolvió los reflejos. Uniforme, delantal, moño alto. Armadura puesta.
Lys Garden estaba en ese silencio productivo que tanto me gustaba cuando llegué: luces suaves, mesas alineadas, olores mezclándose entre pan en el horno, café recién molido y cítricos recién cortados. Nico estaba organizando la mise en place con una precisión casi militar; Lola ajustaba flores y ramitas verdes con devoción absoluta.
—Buenos días, chefa —saludó Nico, sin necesidad de mirarme para sentir mi energía—. Hoy trae la cara de “si alguien me manda el artículo una vez más, cobro por lectura”.
—Si alguien más me manda el artículo —respondí, dejando mi bolso donde siempre—, le pongo su nombre a la sopa del día. Sin preguntar.
Lola dejó un florero en su sitio y se acercó, bajando la voz.
—Yo no se lo mandé precisamente por eso —dijo—. Ya sabía que todo el planeta se lo iba a reenviar. Pero, si quiere que encontremos al crítico y le cocinemos algo con laxantes naturales, yo tengo ideas. Herbales. Orgánicas.
Tuve que reír. Me hacía falta.
—Nada de venenos —negué—. Hoy solo servimos comida. El karma se encarga del resto.
No tuvimos tiempo de seguir, porque la campanilla de la puerta sonó y un soplo de aire frío entró al salón. Me giré con la sonrisa automática de bienvenida a medio armar… y la sonrisa se me quedó a medio hacer.
Mi madre entró primero. Julia, con su suéter color claro, el cabello recogido de forma suave, esa expresión serena de quien viene de una clase de respiración consciente o de escoger cuarzos en una tienda. Miró el local, sonrió como si siempre fuera la primera vez que lo veía y el pecho se me aflojó un poquito; solo verla era como oler lavanda.
Detrás de ella, como contraste dramático, entró Lavinia. Tacones altos, abrigo impecable, gafas de sol que se quitó con gesto calculado, bolso caro, labios rojos y una mirada que ya venía cargada de opinión.
—Ay, qué precioso está esto —dijo Lavinia, paseando la vista por el lugar—. En fotos se veía lindo, pero en persona… —se giró hacia mí— da todavía más tema de conversación.