Fuego cruzado

Capítulo 20

El día siguiente se sintió sospechosamente normal para alguien que tenía una cita con el hombre que llevaba semanas desordenándome el sistema nervioso.

Las comandas salieron, los platos volvieron vacíos, los clientes sonrieron, el equipo respondió como siempre. Si alguien hubiera mirado desde fuera, habría dicho que todo estaba bajo control. Nadie habría imaginado que, entre ticket y ticket, yo revisaba el celular como si fuera una bomba que en cualquier momento pudiera explotar en forma de mensaje.

Cassian no escribió en todo el turno.

Lo cual, por supuesto, solo empeoró las cosas.

Para cuando cerramos, recogimos y di las últimas instrucciones, mis nervios ya habían hecho tantas vueltas de carnero que podrían cobrar entrada.

—¿Seguro que no quiere que nos quedemos ayudando a… lo que sea que vaya a hacer después? —bromeó Jamie, apoyada en la barra, con una sonrisa demasiado sabionda.

—Lo único que quiero es que se vayan a descansar —respondí, colgando mi delantal—. Mañana cedo mi derecho a ser una jefa funcional si hoy no duermo.

Ruby se acercó, recogiendo las últimas flores marchitas.

—Solo voy a decir algo —canturreó—: si hoy no termina con un buen beso, le revocan el carnet de protagonista de romcom.

Le había contado a Ruby sobre mi salida con Cassian y, desde ese momento, no ha parado. Lleva horas dándome instrucciones, advertencias y reglas de oro para que “no arruine nada por nervios”, porque según ella —y solo según ella— es una experta en citas “catalogada por mí misma”. Ruby se toma ese título muy en serio.

—Fuera de mi restaurante —les señalé la puerta, intentando no sonreír—. Los dos.

Se rieron, me lanzaron un “suerte, Elo” al unísono y se fueron, dejándome en ese silencio raro que queda cuando un local se apaga. A veces era mi refugio; hoy solo era un eco que amplificaba una palabra: cita.

Mi celular vibró justo cuando cerraba la puerta principal.

Cassian.

«Acabo de terminar en Lumé.
Pásame tu dirección y paso por ti en una hora.
Y sí, por si necesitas confirmación oficial: es una cita.»

Solté un resoplido tan fuerte que rebotó en el cristal.

—Es un sinvergüenza —murmuré, guardando el teléfono—. No conoce la sutileza ni por cortesía.

Pero la sonrisa ya se me estaba escapando por las comisuras.

Le mandé mi dirección, con un “no te acostumbres, Dumont” incluido, y me fui a casa con el tiempo justo: una hora para decidir qué ponerme, domar mi cabello, gestionar mi respiración y convencerme de que no estaba exagerando. Fracasé en todas las anteriores, pero al menos llegué viva al espejo.

Mi apartamento olía a vainilla y cansancio. Dejé las llaves en el cuenco de la entrada, me descalcé y fui directo al cuarto como si lo tuviera memorizado a oscuras.

Abrí el armario y lo miré como si fuera un examen sorpresa.

—Muy bien, ¿qué se supone que una se pone cuando el hombre con el que tienes rivalidad profesional y tensión emocional decide dejar claro por mensaje que “es una cita”? —le pregunté a la ropa, que no respondió. Traidora.

Descarté el uniforme emocional número uno (jeans y camiseta amplia), el número dos (vestido negro demasiado “voy a una gala”), y el número tres (outfit de “no me importas, solo salí así sin pensar”, que requería una capacidad de mentira que hoy no tenía). Al final, terminé con unos jeans oscuros bien cortados, una blusa de seda color marfil que se sentía demasiado suave para no ser peligrosa, y unos botines bajos que me permitieran caminar sin parecer recién nacida en tacones.

Me solté el cabello frente al espejo. Las ondas, todavía marcadas por la coleta del día, caían a medias desordenadas. Tomé la plancha, luego la dejé.

—No —me dije—. Que parezca que no lo pensaste tanto… aunque lo estás pensando demasiado.

Mientras definía algunas ondas con los dedos y un poco de producto, el pensamiento volvió: “es una cita”. Él había escrito esas palabras con esa claridad insoportable que tenía para las cosas que yo prefería rodear.

Resoplé otra vez.

—No conoce la sutileza —dije, acomodando un mechón rebelde—. Podría haber escrito “nos vemos” y ya. Pero no, tenía que poner el sello.

Me apliqué un poco de maquillaje ligero; lo suficiente para no parecer recién salida de un turno de doce horas, no tanto como para parecer otra persona. Cuando terminé, me quedé un segundo mirando mi reflejo.

No era una versión espectacular de mí. Era… yo. Un poco más pulida, un poco más consciente de cada centímetro de piel, pero yo.

El celular vibró.

«Ya estoy abajo.»

Claro que estaba.

Tomé mi chaqueta, el bolso, respiré hondo y bajé.

Cassian me esperaba apoyado en un coche negro discreto, manos en los bolsillos del abrigo, camisa azul oscuro abierta un botón más que durante el servicio, sin delantal, sin la barrera de la cocina.

Cuando me vio, enderezó la espalda con un gesto mínimo. Sus ojos recorrieron mi figura con una lentitud que no fue grosera, pero sí lo bastante cuidadosa como para que sintiera cada centímetro de piel bajo la tela.

—Llegas puntual —comenté, acercándome—. Empiezo a sospechar que eres un psicópata organizado.

—Yo llamo a eso respeto por el tiempo ajeno —respondió, abriendo la puerta del copiloto—. Además, sería una mala primera impresión hacerte esperar en tu propia calle.

—No es una primera impresión —repliqué, entrando al auto—. Ya has tenido demasiado tiempo para causar estragos.

Él rodeó el coche, se sentó al volante y arrancó con calma.

—Es la primera impresión… de otra cosa —dijo—. Y quería dejar claro que no pienso llegar tarde a eso.

Miré por la ventana para evitar que se me notara la sonrisa.

—¿Se puede saber a dónde me secuestras? —pregunté.

—A un lugar donde no puedas ponerte en modo “anfitriona” —respondió—. Y donde no haya críticos tomando notas.

—Eso suena sospechoso.




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