La lluvia seguía cayendo con una insistencia casi teatral, como si el cielo hubiera decidido que nuestra noche necesitaba banda sonora dramática. Mis ondas ya no eran ondas, mi blusa empezaba a pegarse incómodamente a la piel y, aun así, había una parte de mí que se habría quedado ahí, en mitad de la calle, si no existieran cosas como resfriados, zapatos mojados y sentido común.
La cordura fue la que habló primero.
—Nos vamos a resfriar —murmuré, aún con el sabor del beso en los labios.
Cassian miró hacia los lados, evaluando como si la ciudad fuera una cocina en pleno servicio: luces, esquinas, portales.
—¿Vives muy lejos de aquí? —preguntó.
—Tres calles —respondí—. Cuatro, si alguien camina como anciano prudente.
Él asintió, serio, pero con ese brillo divertido en los ojos.
—Tengo dos propuestas —dijo—. La lógica es que pidamos un coche, cada uno se vaya a su casa, nos sequemos y fin. La imprudente es que vayamos a la tuya y nos sequemos allí.
La respuesta salió antes de que mi cerebro pudiera editarla.
—Vamos a la mía.
Su ceja izquierda se arqueó en cámara lenta. Esa ceja maldita.
No dijo una sola palabra, pero su expresión fue un ensayo completo: sorpresa leve, diversión evidente, una chispa de “interesante” que me subió el rubor desde el cuello hasta las orejas.
—No —levanté el dedo, señalándolo—. Ni se te ocurra irte por ese lado.
Sonrió, lento, peligrosamente cómodo en el papel de provocación.
—Yo no he dicho nada —replicó—. ¿En qué estará pensando esa mente traviesa tuya, Perkins?
—En que tú y tus cejas son un peligro público —refunfuñé, dándome la vuelta para empezar a caminar—. Te estoy ofreciendo una toalla y un techo, no una propuesta indecente, sinvergüenza.
Lo escuché reír detrás de mí antes de que se pusiera a mi lado. Caminamos rápido, pero esta vez no corrí. El agua nos golpeaba la ropa, nos empapaba el cabello, pero ya no importaba tanto; había algo más fuerte que la incomodidad física empujándonos hacia adelante.
En la esquina vimos que la calle empezaba a encharcarse. Un coche pasó demasiado rápido y una ola lateral casi nos salpica hasta la cintura.
—Bueno, ahora tengo aún más argumentos a favor de la imprudencia —comentó Cassian—. Si el agua sube un poco más, vamos a necesitar un bote.
—Estás exagerando —repliqué, apretando el paso.
Para cuando llegamos a mi edificio, el viento se había sumado a la fiesta. Subimos las escaleras con las suelas resbalando un poco, el eco de nuestros pasos mezclado con el retumbar lejano de los truenos.
Abrí la puerta de mi apartamento y encendí la luz. El olor familiar a vainilla, café y libros viejos me envolvió al instante. Estanterías con recetarios, plantas intentando sobrevivir, la cocina abierta con utensilios colgados, el sofá cubierto con una manta doblada, la mesa con dos sillas desparejadas: todo de repente se sintió más íntimo de lo habitual.
—Bienvenido al caos organizado de Lys Garden versión doméstica —dije, dejando las llaves en el cuenco de la entrada.
Cassian dio un vistazo general, como si memorizara el espacio con la misma atención con la que observa una nueva cocina.
—Es muy tú —comentó.
—¿Eso es un halago o una advertencia?
—Un halago —respondió, sin dudar—. No hay nada sobrando ni fingiendo. Me gusta.
Intenté que no se me notara tanto la sonrisa.
—Espera aquí —dije—. Te traigo una toalla antes de que me toque mapear todo el piso.
Fui al baño, tomé la toalla más grande y mullida que tenía y regresé al salón. Se la tendí.
—Toma. Sécate el desastre de lluvia.
—Gracias —dijo, pasándosela por el cabello, el cuello, los brazos, con movimientos que no ayudaban a mi concentración.
Lo dejé en la sala y me escabullí al dormitorio. Cerré la puerta a medias. Abrí el armario y me quedé quieta unos segundos, con el cerebro haciendo listas de pros y contras sin que nadie se lo hubiera pedido.
«¿Qué estoy haciendo?», pensé, sujetando la puerta con la mano.
Había una parte que lo tenía clarísimo: le había dicho que viniera a mi casa, le iba a dar ropa seca, íbamos a tomar algo caliente, hablar un rato y ya. La otra parte se estaba imaginando paneles de control emocionales, luces de advertencia encendidas, Lavinia preparando un discurso y mi madre agitando péndulos para armonizar el aura.
Sacudí la cabeza como si pudiera tirar todas esas imágenes al suelo.
Busqué en el estante de arriba hasta encontrar lo que necesitaba: un suéter gris grande y un pantalón de chándal ancho, ambos de mi padre. Siempre se quedaban en mi apartamento para cuando él se quedaba a dormir después de alguna cena o partido de fútbol eterno en la tele. Los sostuve un segundo entre las manos, consciente de la carga simbólica que mi mente intentaba atribuirles.
Antes de que pudiera seguir dramatizando, un trueno estalló tan cerca que la ventana tembló y yo di un salto en el sitio.
—Perfecto —murmuré, llevándome la mano al pecho—. En caso de que faltara tensión.
Salí del cuarto con la ropa doblada y regresé a la sala. Cassian había dejado la toalla sobre el respaldo del sofá y miraba por la ventana, observando la lluvia que ahora caía con más fuerza, casi horizontal, empujada por el viento.
—Aquí —dije, extendiéndole la ropa—. No es exactamente tu estilo de chef de revista, pero al menos no vas a morir de hipotermia.
Él tomó el suéter y el pantalón, los inspeccionó un segundo y luego me miró, ceja arqueada.
—¿Y esto es de…? —dejó la frase flotando, deliberadamente incompleta.
Sonreí, cruzándome de brazos.
—Preocupador, señor Dumont —dije—. Estás muy interesado en el origen de la ropa ajena.
Él se acercó un paso, sosteniendo aún la tela entre las manos. La distancia se redujo y, con ella, mi capacidad de articular frases inteligentes.
—¿Debería preocuparme? —preguntó, mirándome desde arriba, con los ojos un poco más oscuros por la luz y el cansancio.