Estoy rompiendo huevos en un bowl cuando escucho un crujido suave en el pasillo.
La cocina está medio en penumbra; apenas entró luz por la ventana y el vapor del café comienza a llenar el aire. Llevo el pelo recogido en un moño improvisado, camiseta vieja, pantalón corto. Totalmente anti–chef de portada. Acabo de poner la sartén al fuego cuando siento una mirada en la espalda.
—Si sigues ahí parado como fantasma de hotel barato, te pongo a picar cebolla —digo, sin voltear.
Escucho una risa baja.
—Buenos días también para ti —responde Cassian.
Me giro.
Está apoyado en el marco de la puerta, con el suéter gris de mi padre todavía puesto y el pantalón de chándal un poco corto, el cabello enredado de sueño, la barba un poco más marcada. Tiene cara de no haber dormido tanto como aparenta, pero se ve relajado. En mi cocina. A primera hora de la mañana.
Una imagen que, si me la hubieran contado hace un mes, habría clasificado como delirio.
—Buenos días —respondo, intentando que mi voz no suene tan… consciente de todo—. El sofá sobrevivió a la tormenta, por lo que veo.
—Y yo también —dice—. Aunque desperté con una ligera pérdida de sensibilidad en el brazo derecho.
Frunzo el ceño.
—¿Por qué?
—Porque alguien decidió usarlo de almohada toda la noche —contesta, mirando el bowl—. No me quejo. Solo informo.
Aprieto los labios para contener la sonrisa.
—Podrías haberme despertado —murmuro.
—Podría —acepta—. Pero estabas respirando como si el mundo por fin se hubiera callado. Y soy muchas cosas, Elodie, pero no tan cruel.
Le doy la espalda otra vez y empiezo a batir los huevos. Siento cómo se acerca, despacio, sin hacer ruido de más, como si no quisiera asustar a un animal salvaje.
—¿Qué estás haciendo? —pregunta.
—Desayuno —respondo—. Huevos revueltos, tostadas, café. Nada peligroso. A menos que critiques el punto de cocción.
—¿Y por qué estás haciendo desayuno para dos si yo se supone que soy una visita accidental? —insiste.
—Porque con esta tormenta todavía ahí fuera —señalo la ventana, donde el cielo sigue gris, aunque la lluvia ha bajado— no pienso dejarte irte sin comer algo decente. Y porque es mi casa, mi cocina y mis reglas.
Lo escucho moverse detrás de mí, abriendo un cajón.
—Los cubiertos están en el de al lado —le corrijo automáticamente.
—Ya lo sé —dice.
—¿Entonces qué haces?
—Buscando un tenedor para ayudarte —responde, sacándolo triunfal—. No sé si te has dado cuenta, pero eres pésima anfitriona si crees que voy a quedarme sentado en el sofá viendo cómo trabajas mientras yo estoy de pie sin hacer nada.
Me giro y lo miro con el batidor en la mano.
—No —digo—. Eres mi visita. Te quedas sentado, con cara de “me están consintiendo”, y aceptas en silencio. Es la única vez que voy a dejar que alguien me robe la cocina.
Él da un paso hacia mí, levantando el tenedor como si fuera una bandera.
—Oh… —alarga la sílaba—. ¿Me estás consintiendo? Estoy viendo la parte atenta de mi futura novia.
El batidor se queda suspendido en el aire.
Mi cerebro hace un ruido interno muy parecido a un disco rayado.
Novia.
Tres puntos suspensivos se instalan en mi cabeza:
…
Novia…
—¿Novia? —repito, como idiota, porque es lo único que parece funcionar de mi vocabulario.
Cassian ladea la cabeza, como si acabara de decir que el cielo es azul.
—Sí —responde, con una naturalidad que me desarma—. Porque amiga no. Si hay un paquete de novia + amiga, lo acepto encantado. Pero con lo primero primordial.
Lo miro, con el batidor todavía en la mano, los huevos en pausa y el corazón intentado atravesarme las costillas.
—Tú estás loco —consigo decir—. Completamente loco.
—Es una posibilidad que no descarto —admite—. Pero no estoy bromeando.
La sartén protesta con un pequeño chasquido de aceite caliente.
—Los huevos —murmuro, dándome la vuelta para vertir la mezcla—. Hablemos de esto después de que no se quemen los huevos.
Siento su sonrisa en mi nuca.
—Como quieras, futura no–amiga —murmura.
—Cassian —le advierto.
—¿Sí? —su tono es demasiado inocente.
—Cállate y pásame el salero.
Lo hace sin discutir, pero está claro que la conversación está simplemente en pausa, no archivada. Cocinar me ayuda a no caer en pánico: revuelvo, pruebo, ajusto. Él se pone a cortar pan, abre el armario correcto a la primera, saca platos del lugar correcto, pone agua extra para más café sin que yo se lo pida.
En dos movimientos ya no es un invitado perdido en cocina ajena; es un cocinero más. Mi cocina, nuestra dinámica. Natural. Demasiado.
—Te dije que eras mala anfitriona —dice, mientras coloca las tostadas en el tostador—. Al final estoy ayudando.
—Te advertí que no ibas a tocar nada —repliqué—. Llevas tres minutos aquí y ya organizaste los platos por tamaño. Lo sé. Los dejé mal ayer a propósito.
—Lo noté —contesta, impasible—. Fue doloroso. Tenía que corregirlo.
Servimos el desayuno en la mesa pequeña junto a la ventana. Él se sienta frente a mí, recoge un poco de huevo con el tenedor y lo prueba. Su expresión es demasiado concentrada para un simple bocado.
—¿Qué? —pregunto—. ¿Necesito carta de recomendación?
—Solo estaba confirmando algo —dice, tragando.
—¿El qué?
—Que puedo dejar que mi futura novia me haga el desayuno sin sentir la necesidad de corregir el punto de sal —responde, como si acabara de decir “pásame la mermelada”.
Dejo el pan en el plato. Mis ojos se le clavan.
—Vas a seguir con eso, ¿verdad?
—Hasta que te acostumbres a escucharlo —dice—. O hasta que me digas que pare. Lo que pase primero.
—Para —respondo, automática.
—No —dice, automática.
Le lanzo una mirada asesina. Él se ríe, pero no se burla. Hay algo serio debajo de la broma, y lo sé. Lo siento. Lo vi anoche en el sofá, lo escuché cuando habló de su madre, lo noté cuando decidió quedarse en vez de jugar al héroe bajo la tormenta.