Fuego cruzado

Capítulo 25

El sábado amaneció con ese silencio raro de los días importantes, como si la ciudad estuviera conteniendo la respiración conmigo.

Me desperté antes de la alarma, con el estómago apretado y la cabeza llena de listas: postre que prometí llevar, revisión rápida de correo del festival, repaso mental del menú de la demo, manual de supervivencia anti–Lavinia, ropa que no gritara ni “me da igual tu opinión” ni “quiero impresionarte”.

Abrí el chat de Cassian.

¿Sigues vivo?
Hoy es el sacrificado del sábado familiar.

El doble check se volvió azul en segundos.

Cassian:

Sigo vivo.
Ejecutando protocolo previo: café triple, camisa sin manchas, actitud zen.
¿Hora?

Llegan a las 12:30.
Yo estaré desde antes ayudando.
Si llegas sobre la 1, caes directo al caos controlado.

Cassian:

Perfecto.
Mándame la ubicación otra vez, por si la pierdo en el camino hacia el matadero.

Le reenvié la ubicación. Dudé un segundo y añadí:

No es un matadero.
Es… mi familia.

(Que a veces es lo mismo, pero te juro que mi mamá compensa a Lavinia.)

La respuesta tardó un poco más.

Cassian:

Confío en mi suegra.
Y en ti.
Nos vemos a la 1, entonces.
Futura no–solo–amiga en modo “esta es mi vida de verdad”.

Guardé el teléfono con el corazón golpeando raro. Sinvergüenza.

La casa de mi tío Lucca olía a sábado desde la esquina: sofrito, arroz, carne al horno, limón, cilantro, risas, niños. Había coches mal estacionados, música de fondo, voces que crecían y se apagaban. El tipo de ruido que había aprendido a extrañar.

—Llegaste —dijo mi madre apenas crucé el portal, con un delantal lleno de harina y el pelo sujeto en un moño a medias—. Mira nada más, Elodie en pleno mediodía sin uniforme. Esto merece foto.

—Ni se te ocurra —advertí, sin poder evitar sonreír—. Vine a ayudar, no a ser exhibición.

—Eres las dos cosas —respondió, dándome un beso en la mejilla—. Ven, prueba la salsa de tu tío, jura que está buena aunque no lo esté, y luego me ayudas con la ensalada.

La cocina era un caos organizado: ollas gigantes, bandejas entrando y saliendo del horno, mi tía Inés dando órdenes, primos entrando a robar trozos de pan, el perro de la casa merodeando con esperanza, sí mi familia es grande.

—Mira quién decidió honrar la tradición —comentó Lavinia desde la mesa donde cortaba pan, perfectamente arreglada, ni una mancha, ni un cabello fuera de sitio—. Pensé que la calle de los restaurantes de moda te tenía secuestrada permanentemente.

—Buenos días, tía —saludé, con mi mejor sonrisa diplomática—. Yo también extrañaba tus saludos cálidos.

Entre las dos, mi madre fue un bálsamo.

—Deja a la niña respirar, Lavinia —dijo, sin perder la calma—. Bastante tiene con que medio mundo opine de su vida como para que la familia haga cola.

Lavinia frunció los labios, pero guardó el cuchillo.

—Solo digo —insistió— que me alegra que recuerde que existe la sangre, no solo los comensales.

—También existe el aceite de oliva, y nadie lo dramatiza tanto —respondí, agarrando una tabla—. ¿Qué hago?

Mi madre me pasó un bowl con tomates, pepino, cebolla morada.

—Corta esto, aliña, hazlo tuyo —dijo—. Tus primos ya saben que si tocas tú la ensalada, dejan de mirarla como castigo.

Mientras trabajábamos, ella se movía a mi alrededor con esa serenidad flotante que había heredado, en teoría, pero nunca lograba ejecutar del todo. De vez en cuando, me rozaba el brazo, como recordándome que estaba ahí, anclando.

—¿Se lo dijiste? —susurró, cuando Lavinia salió a revisar las mesas.

—Sí —respondí, bajito—. Ayer. Y aceptó.

—Bien —asintió, como si acabara de confirmar que el sol saldría también mañana—. ¿A qué hora llega?

—A la una —contesté—. Lo cual nos da… —miré el reloj— cuarenta y cinco minutos para que todo parezca menos dramático de lo que es.

—Te equivocas —dijo, sonriendo—. No hay que hacerlo parecer menos dramático. Hay que hacerlo más cotidiano. Que vea que tu drama es comestible.

—Mi drama es mi tía —puntualicé.

—Tu tía es condimento —corrigió—. Fuerte, invasivo… pero condimento.

A las 12:50, la casa ya era un concierto: gente entrando, risas, abrazos, platos repartidos, comentarios sobre el clima, chismes ligeros. Mi padre estaba en el patio, junto a la parrilla apagada, con una cerveza en la mano, hablando con mi tío de fútbol. Mi prima Clara llegaba con una bandeja de postre comprado de último minuto, justificándose en voz alta. Lavinia flotaba entre las mesas, ajustando servilletas y revisando si el mantel estaba recto.

Yo revisé la mesa una vez más, solo por hacer algo con las manos. Mi madre se acercó, dejó una jarra de jugo y me susurró:

—Respira.

—Estoy respirando —mentí.

—No, estás contabilizando oxígeno —corrigió.

El timbre sonó a la 1:03.

Mi corazón hizo un salto que no tenía nada que ver con el servicio.

—Voy yo —dije, más rápido de lo necesario.

Crucé el salón, esquivando primos, saludos y preguntas al vuelo, y abrí la puerta.

Cassian estaba ahí, camisa clara remangada, pantalón oscuro, sin delantal, sin chaqueta de cocina. Tenía el pelo ligeramente revuelto, probablemente por correr el riesgo de llegar tarde. Traía una caja blanca en las manos.

—Hola —dijo, con una sonrisa que no era la de cliente, ni la de chef con inversores. Era otra. Más sencilla. Más… atractiva.

Por un segundo, me quedé parada en el marco, como si mi cerebro estuviera haciendo la foto para recordarla después: él, en la puerta de la casa de mi infancia, con el bullicio de mi familia de fondo.

—Hola —respondí, apartándome—. Bienvenido a la casa del arroz con pollo.

—Traje refuerzos —alzando la caja—. Tarta de limón. No quería venir con las manos vacías a casa de otra chef. Me parecía suicida.




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