Fuego cruzado

Capítulo 27

El aire de la calle estaba frío, con ese tipo de frío que no cala en los huesos pero sí despeja la mente a golpes. Cassian me ayudó a subir al coche como si acabara de salir del hospital y no de tener un encontronazo con un espejo lateral; no protesté. Cuando el dolor se te queda latiendo en la rodilla y la mano, la dignidad pierde algo de importancia.

Se inclinó para ajustarme el cinturón y el gesto fue tan automático y tan íntimo que me pilló con la guardia baja. Sentí su hombro rozar mi brazo, el olor a vino, acero y su perfume mezclado, la calidez de sus dedos rozando la tela de mi blusa cuando apartó un mechón que había quedado atrapado. No levanté la vista; si lo hacía, iba a ver esa mirada suya que últimamente me desarma en menos de tres segundos.

—Si te duele demasiado, dímelo —murmuró, abrochando el cinturón—. Puedo ir más despacio. O más rápido. O parar en urgencias ahora mismo.

—No dramatices —respondí, apoyando la espalda en el asiento—. No estoy hecha de vidrio. Y, aunque lo estuviera, ya sabes que me gusta pegarme yo sola los pedazos.

Cerró suavemente la puerta, rodeó el coche y se sentó al volante.

—Lo sé —admitió, encendiendo el motor—. Pero también sé que incluso el vidrio templado se rompe si le tiran demasiadas piedras seguidas.

El trayecto hasta mi apartamento fue corto y largo a la vez. Corto en kilómetros, largo en pensamientos. Íbamos en silencio, pero no era incómodo. Yo miraba por la ventana las luces de la ciudad pasar en bloques difusos, pensando en cada frase del artículo como en manchas que había que ir limpiando una por una. Él, concentrado en la carretera, tenía esa expresión de piloto en modo control absoluto.

A mitad de camino, habló, sin quitar la vista del frente.

—Voy a pedirle a alguien de confianza que rastree lo que se pueda de ese blog —dijo—. No para que lo derriben, sé que no es tan simple. Pero sí para ver patrones: horarios, IPs, conexiones, lo que sea. Hay formas de apretar un poco la sombra, aunque no se deje atrapar del todo.

—No quiero que conviertas tu vida en una cacería del anónimo —protesté—. Ya bastante tenemos con el festival como para añadirle un detective digital a la mezcla.

—No lo voy a hacer solo por ti —replicó—. Lo voy a hacer por mí, por mi equipo, por cualquiera que ese imbécil piense que puede usar como personaje sin consecuencias. Tú eres ahora el blanco principal, pero mañana puede decidir que yo soy el verdugo ideal. Prefiero ir un paso por delante, por una vez.

Lo miré de reojo. La línea de su mandíbula estaba marcada, pero no era rabia ciega; era decisión. Esa diferencia, en él, siempre me había llamado la atención: no explotaba, afinaba.

—Además —añadió, con un tono más suave—, no pienso dejar que crean que te conocen mejor que yo. Eso sí me parece intolerable.

No pude evitar una sonrisa leve.

—¿Es un tema de orgullo profesional? —pregunté—. ¿Chef contra crítico anónimo por los derechos de autor de mi biografía?

—Es un tema de propiedad emocional —contestó—. De quién tiene derecho a opinar sobre tu ética y quién no. Y te aseguro que el anónimo está en el último lugar de la lista.

Nos detuvimos frente a mi edificio. Cassian apagó el motor y bajó primero, rodeando el coche para ayudarme. Cuando abrí la puerta, la rodilla protestó de nuevo; él deslizó un brazo alrededor de mi cintura con tanta naturalidad que mi cuerpo lo aceptó antes que mi mente.

—Puedes soltarme, no me voy a desintegrar en el portal —le dije, aunque no hice ningún gesto real por apartarlo.

—No estoy preocupado por la desintegración —respondió, guiándome hacia la entrada—. Me preocupa tu orgullosa costumbre de fingir que no te duele nada hasta que te caes redonda.

Subimos en ascensor. El silencio allí dentro era distinto: más denso, más cargado. Me di cuenta de que mi pulso iba sincronizado con el zumbido del motor. Él mantenía su brazo aún en mi espalda, como si la fuerza de la gravedad estuviera bajo sospecha y solo él pudiera compensarla.

Cuando llegamos a mi puerta, busqué las llaves en el bolso con la mano buena. Me tomó más tiempo del habitual; la venda en la otra era una presencia torpe, recordándome cada gesto.

—No mires —murmuré—. Me siento como una cirujana intentando abrir un paquete de galletas con guantes de látex.

—Estoy mirando —dijo sin culpa—. Es científicamente imposible no mirarte cuando estás delante de mí.

Abrí al fin y lo dejé pasar. Mi apartamento olía a jabón, a libro viejo y a un resto casi imperceptible de hierbas secas de la última infusión. Encendí la luz del salón; la calidez amarilla iluminó el sofá, la mesa baja con revistas, las plantas junto a la ventana. Por un momento, todo se vio tan normal que el contraste con la noche fue casi obsceno.

Cassian dejó las llaves de su coche en la encimera como si fuera la cosa más natural del mundo estar aquí, a esta hora. Me miró la rodilla y la mano otra vez, como si hubiera pasado un año desde el coche hasta el ascensor.

—Siéntate —ordenó—. Voy por hielo.

—Sabes dónde está —respondí, dejándome caer en el sofá.

Lo sabía. Lo supo desde la primera vez que vino, cuando acabamos haciendo una cena improvisada que casi se nos quema por hablar demasiado. Lo supo cuando, semanas atrás, tuvo que rescatarme de otra torpeza con cuchillos. Mi cocina ya no le era ajena. Eso era reconfortante y, al mismo tiempo, un poco aterrador.

Lo escuché moverse: abrir el congelador, sacar una bolsa de hielo, buscar un paño, abrir cajones como quien recorre un mapa ya estudiado. Volvió con dos pequeños paquetes envueltos en tela, uno para la rodilla, otro para la mano.

—Esto va a doler un poco —advirtió.

—Perfecto, me encantan los planes de bienestar basados en dolor —ironizé.

Posó el frío sobre la rodilla con delicadeza. El contraste me hizo aspirar aire entre dientes, pero enseguida el ardor se transformó en una especie de anestesia soportable. Luego tomó mi mano, la levantó un poco y acomodó el otro paquete encima, sujetándolo con la suya para que no se resbalara.




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