El lunes tenía ese sabor metálico de los días en los que sabes que no solo vas a cocinar, sino a lidiar con nervios, política y gente que habla de “narrativas” como si fueran recetas.
Me miré en el espejo del baño de Lys por tercera vez. Blusa negra sencilla, pantalón de tela más amplio para que la rodillera no se notara tanto, férula discreta en la mano. El cabello recogido en un moño bajo que decía “profesional” y, si alguien miraba con un poco más de atención, “dormí menos de lo que necesito”.
Respiré hondo.
—Pareces una adulta funcional —murmuré—. Aunque por dentro quieras salir corriendo.
Tenía la cita con el festival en el hotel: reunión de coordinación, seguridad, logística… y, a estas alturas, seguramente comentarios velados sobre el blog anónimo. Y, conociendo cómo se movía la información en esta ciudad, no me extrañaría que estuviera ahí también la persona que más hablaba de “historias” con Cassian: Léa.
Salí al pasillo intentando caminar con dignidad a pesar de la rodilla vendada. Cassian me esperaba apoyado en la barra, chaqueta colgada del brazo, mangas de la camisa remangadas. Tenía el aspecto de alguien que estaba listo para un servicio… solo que hoy el menú iba a ser de egos y contratos, no de platos.
—Llegas un minuto tarde a nuestra cita con la burocracia —comentó—. Me decepcionas.
—Mi rodilla no corre tan rápido como tu ego —repliqué, cerrando la puerta de Lys.
Él me ofreció el brazo con esa naturalidad que empieza a ser peligrosa, porque mi cuerpo ya la acepta antes de que mi cerebro opine.
—Entonces la burocracia puede esperar —dijo—. Tú no.
Cruzamos la calle hacia el hotel. Cada paso me recordaba el golpe del coche, pero dolía menos el cuerpo que la idea de volver a ese salón donde, hace nada, Cassian me dijo que quería intentar algo real conmigo. Ahora íbamos a sentarnos en una mesa en U, con organizadores, prensa, patrocinadores… y el peso del artículo vibrando en el aire aunque nadie lo nombrara en voz alta.
En el ascensor, él revisó el mensaje de Marcelo.
—Piso nueve, sala Mirador —informó.
—Prométeme que hoy no vas a declarar la guerra mundial gastronómica —pedí—. Se supone que solo estamos aquí para hablar de logística y seguridad.
—Logística, seguridad y un pequeño recordatorio de que no somos carne de cañón —replicó—. Puedo ser diplomático. Hasta cierto punto.
La sala Mirador hacía honor al nombre: ventanal enorme con vista al puente, mesa en U, botellas de agua, carpetas con el logo del festival, un proyector apagado. Ya había varias personas sentadas: Marcelo, otra organizadora cuyo nombre olvidaba siempre, alguien de patrocinadores, dos caras de prensa local. Y, al fondo, con su portátil abierto y un café a medio tomar, estaba ella.
Léa.
Pantalón oscuro, camisa blanca impecable, el cabello en un moño alto de esos que aguantan terremotos, bolígrafo en mano. Se movía como quien está acostumbrada a que la escuchen: mucho gesto medido, mirada rápida, certeza en cada palabra.
Fue Cassian quien la vio primero.
—Voilà —murmuró—. La caballería está aquí ya.
Ella se giró y sonrió, amplia y radiante.
—Cass —lo saludó, levantándose—. Pensé que ibas a llegar con tu habitual quince minutos de ventaja.
Avanzó, le dio dos besos, uno en cada mejilla, con una familiaridad de muchos años. Yo ya lo sabía, me lo había contado él, pero una cosa es saberlo y otra verlo. Después sus ojos se desplazaron hacia mí y la sonrisa cambió, apenas un matiz: dejó de ser acogedora y se volvió evaluadora.
—Y aquí está de nuevo la famosa vecina —dijo con un tono diferente al que utilizó con Cassian—. Por fin en versión tridimensional en una reunión, conmigo.
Alcé la barbilla un milímetro, reflejo automático.
—Supongo que el festival quiere asegurarse de que sigo siendo humana y no una entidad demoníaca de los blogs —respondí.
Léa me lanzó una mirada rápida diferente.
—Entonces hoy veremos quién cocina el menú de este encuentro —repuso—. Siéntense, por favor.
Elegí una silla a la derecha de Marcelo. Cassian se sentó a mi lado. Léa quedó justo enfrente, con su portátil listo y los ojos muy abiertos, como si estuviera viendo un capítulo en vivo de una serie que ella misma había ayudado a producir.
La reunión empezó con lo prometido: seguridad, accesos, rutas de proveedores, horarios de ensayos. Se mencionaron “refuerzos en vigilancia a raíz de los incidentes en la zona”.
Intenté concentrarme en lo técnico: que si las carpas, que si la zona fría, que si el flujo de público. Cada vez que movía la rodilla, la venda me recordaba que mi cuerpo seguía en modo alerta, aunque yo estuviera jugando a la chef que tiene todo bajo control.
Hasta que llegamos al inevitable punto: el ruido mediático.
—No podemos ignorar lo que está pasando online —dijo una de las responsables de comunicación—. Ese blog anónimo está generando conversación, y aunque no nos guste el tono, existe. Tenemos que decidir si el festival se posiciona o si dejamos que sean ustedes, los chefs, los que respondan.
Léa tomó la palabra como si la hubieran invocado.
—Uno de los errores más grandes que cometen eventos como este —empezó, sin mirar apuntes— es querer controlar todo lo que se dice de ellos. Eso solo alimenta más sospechas. El anonimato, nos guste o no, forma parte del ecosistema. Mi recomendación es no hacer una cruzada oficial contra un blog. En lugar de eso, reforcemos la narrativa de transparencia: mostrar procesos, orígenes de productos, relación con proveedores. Dejar que el público decida a quién creer.
Si no hubiera sido la misma mujer que, al teléfono, había soltado un “karma” sobre mi casi atropello, le habría dado la razón sin reservas. Pero cada vez que decía “ecosistema”, “narrativa” o “patrón”, yo escuchaba ecos del anónimo.
Marcelo asintió, pero frunciendo el ceño.
—Entiendo —respondió—. Pero hay líneas. Una cosa es criticar un menú. Otra, acusar graves cosas a nivel ético sin pruebas. Eso ya no es juego.