Fuego cruzado

Capítulo 29

Si algo aprendí en los últimos meses es que el universo no siempre te da señales con delicadeza. A veces te las lanza como una sartén caliente y luego se queda mirando si por fin reaccionas.

Salimos de la sala Mirador con la reunión oficialmente cerrada y la tensión extraoficialmente viva. La rodilla me recordaba, a cada paso, que mi cuerpo todavía estaba en modo supervivencia; mi orgullo, por su parte, se negaba a aceptar que el anónimo podía estar más cerca de lo que yo quería admitir.

Cassian me llevó hasta el ascensor como si aquel pasillo fuera un terreno minado que él se había adjudicado proteger. No dijo nada. Solo estaba ahí, a mi lado, con una calma peligrosa que no pedía permiso para convertirse en refugio.

—Te iba a decir que no hace falta que me escoltes —murmuré mientras esperábamos el elevador— pero mentiría.

Cassian giró la cabeza un poco.

—Me gusta cuando eres honesta antes de que te gane el instinto de huida —respondió.

—No estoy huyendo.

—Todavía.

Le di un codazo suave con la mano buena.

El ascensor bajó. El hotel vibraba con ese tipo de actividad elegante donde todos parecen estar ocupados con algo muy importante, aunque la mitad solo esté gestionando su ego con café caro. Y ahí fue cuando Cassian hizo algo que no esperaba.

—Ven —dijo, tomando mi mano.

No el brazo, no el espacio a su lado. Mi mano.

—¿A dónde?

—A comer algo. Te estás quedando en modo “me alimenta la rabia” y necesito que sobrevivas hasta la demo sin convertirte en un espectro de cocina.

—¿Eso es una orden?

—Es una orden de pareja funcional.

Me quedé mirando nuestra manos un segundo, demasiado consciente del peso de esa palabra.

Pareja.

No lo usamos en voz alta con frecuencia, pero últimamente él se comportaba como si ya la hubiera escrito en un papel invisible y estuviera esperando a que yo solo firmara.

—Está bien —cedí—. Pero algo rápido.

—Rápido no es sinónimo de malo —replicó—. Te voy a demostrarlo.

Terminamos en un bistró pequeño a tres calles del hotel, con mesas estrechas, luz dorada y un menú que no pretendía impresionar a nadie. La clase de lugar donde no te miran como “la chef que está en guerra”, sino como una mujer con hambre.

Cassian pidió por los dos sin pedirme permiso, lo cual, inexplicablemente, no me molestó.

—Confía en mí —dijo.

—Esa frase debería venir con manual.

—El manual soy yo portándome bien.

Cuando llegaron los platos, tuve que aceptar que el hombre sabía lo que hacía: algo simple, preciso, reconfortante. Mordí despacio. Él me observó con esa expresión que tiene cuando algo le importa más de lo que quiere admitir.

—Estás pensando muy fuerte, calma esos pensamientos linda —comentó.

—Estoy pensando en ella.

No tuve que decir el nombre.

—Léa no es estúpida —respondió—. Está acostumbrada a dirigir conversaciones. A moldear historias. A adelantarse a los riesgos, es por lo que estudio en realidad.

—Y a hablar del anónimo como si fuera un recurso literario fascinante.

Cassian apretó un poco la mandíbula.

—Le di el beneficio de la duda demasiado tiempo.

—No quiero que esto te ponga en guerra con ella sin tener certezas. Solo te hablé de mi inquietud respecto a ella —insistí.

—No voy a atacar sin pruebas —respondió—. Pero tampoco voy a seguir fingiendo que el olor a humo es imaginario cuando ya hay fuego encendido en la cocina.

Mi madre habría dicho que él tenía un aura de “hombre que ya decidió”. Y odiaba admitirlo, pero ese tipo de determinación empezaba a tranquilizarme más de lo que me inquietaba.

Comimos. Reímos un poco. Incluso conseguimos un intervalo raro de normalidad, como si el anónimo y el festival fueran un problema de otra ciudad.

Hasta que mi celular vibró.

Ruby.

RUBY:
No sé si reírme o romper algo.
Te llamo en 2 min.

Le respondí con un “ok” y miré a Cassian.

—Si Ruby suena así, algo explotó.

—O está a punto de hacerlo —dijo—. Termina de comer.

—Eres irritantemente competente cuidándome.

—Estoy practicando para cuando seas insoportable oficialmente.

Puse los ojos en blanco, pero me sonreí sola mientras tomaba otro bocado.

Cuando Ruby llamó, salí a la acera. El aire estaba frío y limpio, como si San Francisco se empeñara en recordarme que el mundo seguía existiendo fuera del caos de mi restaurante.

—Dime que es algo bueno —pedí.

—Es algo… definitivo —respondió Ruby. Su voz sonaba contenida, como la de alguien que está a punto de soltar una pieza de dominó que tumba toda la fila—.
Elodie, el anónimo cometió un error grande.

Se me secó la boca.

—¿Qué tipo de error?

—Tipo “le salió el tiro por la culata”.
Te mando algo ahora mismo.

Cortó y, segundos después, me llegó un archivo.

Un video corto.

Abrí.

Era una grabación de pantalla hecha por uno de los asistentes del festival. Identifiqué el contexto enseguida: un grupo interno de trabajo donde estaban compilando materiales de prensa y pautas de comunicación para los chefs participantes. El encargado técnico había pedido que alguien con acceso de alta autorización compartiera pantalla para subir el nuevo paquete de documentos y revisar la agenda mediática.

La persona que compartía era Léa.

Lo supe por su fondo de escritorio, por su icono de iniciales y por el estilo meticuloso con el que ordenaba carpetas.

La grabación no duraba más de cuarenta segundos. Al principio parecía inofensiva: “Carpeta Festival”, “Comunicado neutro”, “Agenda prensa”.

Y entonces, en la esquina superior derecha, saltó una notificación.

Una de esas ventanas pequeñas, traicioneras, que aparecen cuando el universo decide ser cruelmente útil.

“Publicación programada con éxito”
Cuenta: SaborSinNombre
Título: “El mito de la chef mártir”

Debajo, un ícono mínimo de perfil… y un nombre de usuario ligado a una cuenta conectada.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.