En las semanas siguientes, lo de Léa dejó de ser un ruido invisible y pasó a ser un conjunto de papeles fríos con sellos oficiales: informes del festival, correos de retractación, declaraciones de abogado, la orden de restricción aprobada, mi denuncia archivada con un número que jamás podré memorizar pero que sé que existe, como un cerrojo donde antes solo había buena fe.
Cassian cortó cualquier contacto con ella. No hubo mensajes “para cerrar bien”, ni cafés de despedida, ni explicaciones largas en nombre de la historia. Hubo un punto final limpio. Ella se quedó del lado de los expedientes y de sus propias decisiones; nosotros, del lado de la vida que seguía.
Y, poco a poco, el blog dejó de ser tema de conversación.
Lys volvió a llenarse.
Lumé también.
El festival cerró con cifras bonitas y fotos donde salíamos juntos, serios o sonriendo, pero siempre sin sombra detrás.
La vida se acomodó a una nueva normalidad donde yo tenía algo que no recordaba haber tenido antes: un novio. No un hombre con historia a medias, no un casi, no un “esto no tiene nombre pero nos vemos cuando se puede”. Un novio con nombre, apellido, restaurante propio y una capacidad irritante de leer mi respiración.
Mi madre lo celebró como si el universo le hubiera firmado un acta de “tenías razón”.
Y, por supuesto, no tardó en ponerlo a prueba a su manera.
El mensaje llegó un jueves a las siete de la mañana, cuando yo apenas estaba intentando negociar con la cafetera para que hiciera su función de milagro básico.
Mamá:
“Este domingo círculo de energía + brunch en el centro.
Trae a Cassian.
Las chicas quieren conocer al famoso aura protector.”
Me quedé mirando la pantalla con la taza a medio camino hacia la boca.
—No —dije en voz alta, a la nada.
Nico, que había llegado temprano a preparar fondos, asomó la cabeza desde la cocina.
—¿Otra reseña? —preguntó sin levantar la vista del fuego.
—Peor —dije—. Mi madre quiere llevarnos a un círculo de energía.
Se detuvo apenas un segundo.
—¿Con piedras calientes?
—Espero que no. Renuncio preventivamente a esa idea. La última vez que participé en algo así, el concepto de “piedras calientes” estaba peligrosamente mal calibrado.
Soltó una risa corta y volvió a perderse entre ollas y cuchillos.
Le respondí a mi madre con algo que sonó mucho más diplomático de lo que realmente sentía:
“Mamá, Cassian cocina. No hace yoga grupal.”
No pasaron ni treinta segundos.
“Elodie, no seas dramática.
No es yoga.
Es respiración consciente, cacao, cartas y un brunch delicioso.
Si el hombre soporta a Lavinia, soporta a mis amigas.
Confía en mí.”
Y ahí estaba el problema.
Cuando Vivienne dice confía en mí, una parte de mí sabe que probablemente tenga razón. Y la otra —la que todavía recuerda el día del péndulo, las velas y una mujer llorando porque ‘Mercurio estaba sensible’— quiere huir al almacén de congelados y no volver jamás.
Le reenvié el mensaje a Cassian.
Su respuesta fue inmediata:
“¿Círculo de energía?
Suena… intrigante.
Dame hora y dirección.
Si tu madre quiere evaluarme, prefiero que sea con cacao y no con cuchillo.”
Resoplé, sonriendo contra la pantalla.
“No tienes idea de en lo que te estás metiendo.”
“Tengo una.
Se llama apoyar a mi suegra, para ganarme más puntos
Me cae bien.
Voy.”
El domingo, el centro holístico de mi madre olía a sándalo, cítricos y expectativa femenina. Había cojines de colores en el piso, mantas ligeras, una mesa larga con frutas, panes, tés y lo que ella llamaba “brunch consciente”, que básicamente era comida normal con nombres más místicos.
Cuando entramos, fue como lanzar una bomba silenciosa de curiosidad.
Doce mujeres.
Entre cuarenta y sesenta años.
Ropas fluidas, collares de piedras, pañuelos, pelo recogido con pinzas decoradas. Todas se giraron a la vez.
Primero me miraron a mí.
Luego lo vieron a él.
Y el aire cambió.
—Ay, pero mírenlo —susurró una, sin la menor intención de ser discreta—. Vivienne, hija… eso no es un aura. Eso es un milagro encarnado.
Otra soltó una risa cómplice.
—Así decía yo del mío —comentó— hasta que no lavó un plato en tres años. Pero este… este tiene cara de que por lo menos sabe usar un cuchillo sin hacerse daño. ¿Es un chef, no?
Cassian apretó mi mano, conteniendo una sonrisa que le nacía demasiado fácil.
Mi madre apareció entre dos estantes repletos de velas y cristales, con ese paso suave que adopta cuando entra en modo sacerdotisa amable.
—Llegaron —dijo, como si hubiera estado esperando una alineación específica de planetas—. Bienvenido, Cassian. Esta es mi tribu de los domingos. No te asustes, solo mordemos… metafóricamente.
—Es un honor, Vivienne —respondió él con naturalidad—. Me han advertido cosas sobre su capacidad para ver auras. Vengo mentalmente preparado.
—La vas a pasar de maravilla con nosotras; este es, sin duda, el mejor lugar para un hombre guapo como tú —intervino la mujer de cabello rizado desde la primera fila, evaluándolo sin pudor—. Te presento: ellas son Rosie, Tamara, Teffi, Stella, Moira, Fiorella, … y yo soy Sofía.
Se inclinó un poco hacia adelante, bajando la voz como si compartiera un secreto colectivo.
—Y chicas, él es nuestro nuevo estudio de caso. Traten de no encariñarse… demasiado.
Las risas estallaron.
Yo me llevé una mano a la cara.
—Mamá…
—Elodie, cariño —dijo Vivienne, acomodándose un chal con aire solemne—, si traes a un hombre con un campo energético tan interesante, tienes que aceptar que genera investigación.
—No soy un proyecto de tesis —dijo Cassian, divertido.
—Todos lo somos —replicó Vivienne—. Solo que algunos tienen mejores portadas.
Nos sentamos en los cojines. Cassian a mi lado, cruzando las piernas con una dignidad inesperada en un hombre acostumbrado a pisos de cocina, fuego abierto y zapatos de seguridad.