Fuego y sangre

Prólogo

Catalina no podía creer lo que había descubierto. Apenas unas semanas atrás, su vida había cambiado para siempre. Su madre, Isabella —o Bella, como la llamaban en casa— no era solo la mujer cariñosa que recordaba. Era algo más, algo oculto entre sombras y secretos que ahora salían a la luz con fuerza implacable: Bella había sido una vestal, una de las cinco guardianas del fuego sagrado de Vesta, y había pagado un precio muy alto por romper las reglas.

El silencio del templo la envolvía como un manto pesado. El aire olía a incienso y cera derretida, mezcla que penetraba en sus pulmones con una calma extraña, casi hipnótica. Cinco figuras vestidas de blanco estaban de pie en círculo, quietas, solemnes, sus rostros tranquilos pero llenos de una energía que Catalina apenas podía comprender.

En el centro, el fuego eterno de Vesta crepitaba con un resplandor cálido y constante. Sus llamas bailaban en las sombras, proyectando luces y sombras que se movían sobre las paredes de piedra. Era un fuego que debía nunca apagarse, símbolo de pureza y devoción.

Catalina dio un paso adelante, el corazón golpeándole fuerte en el pecho. Sabía que no había vuelta atrás. Su destino estaba sellado. Había sido elegida para sustituir a la vestal que murió junto a su madre. Su vida dejaría de ser suya a partir de ese momento.

La Vestalis Maxima —la sacerdotisa máxima del culto— se acercó con paso lento y seguro. Su rostro era sereno, pero en sus ojos había un brillo duro y decidido. Tomó unas tijeras de plata, finas y relucientes, y con una precisión casi ritual, comenzó a cortar el cabello de Catalina. Cada mechón que caía era una renuncia, un abandono de su vida anterior, de su identidad joven y libre.

El ruido del cabello al caer parecía un susurro oscuro, un eco que marcaba el fin de una etapa y el comienzo de otra.

Luego, con manos expertas, la Vestalis Maxima le colocó la túnica blanca, larga y sencilla, que ceñía su figura y la envolvía en un manto de pureza. Un cinturón dorado la ataba, símbolo de su nueva condición y del compromiso que debía asumir.

Desde un costado, el Pontifex Maximus observaba con gravedad. Era el líder supremo del culto, la máxima autoridad, y su presencia hacía que todo el ritual pareciera aún más solemne. Su mirada era penetrante, llena de una fuerza que parecía atravesar a Catalina hasta el hueso.

Ella extendió las manos hacia el fuego sagrado, temblando. Sintió un calor que iba más allá de lo físico, un ardor que quemaba sus miedos y dudas, un compromiso que la ataba para siempre.

Mientras el cántico antiguo llenaba el templo, Catalina supo que su vida jamás volvería a ser la misma.

*ACTUALIZACION DIARIA




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