Fuego y sangre

Capítulo 2 - Intocable

Roma latía como una criatura vieja y despierta.

El sol caía oblicuo sobre los adoquines de la Piazza del Popolo, y el aire vibraba con voces en todos los idiomas. Grupos de turistas seguían a sus guías, con gafas de sol, gorras con loa imagen de la torre de Piaa y cámaras en mano. La ciudad lo permitía todo, menos el olvido.

Catalina caminaba en silencio.

Vestía de blanco, como siempre, pero no era un blanco cualquiera: era ceremonial, antiguo, deliberado. El dobladillo de su túnica caía a la altura precisa, el cinturón dorado marcaba apenas su cintura. El cabello castaño que en cinco años había vuelto a crecer, recogido en un moño. El rostro, sereno. Hermosa, sí. Pero inaccesible.

A su alrededor, cuatro personas vestidas de civil caminaban a su ritmo: su guardia. Ni una sombra se acercaba a Catalina sin que ellos lo supieran.

No llevaba celular. No cargaba cartera. Sus manos estaban libres.

Caminaba como quien no teme al mundo, porque sabe que el mundo debe apartarse. Unos años antes deseó volver a ese mundo, sin embargo había aceptado su destino, y ahora cumplía con su deber sin añorar el exterior.

Al borde de la plaza, junto a un grupo de turistas canadienses, Logan levantó la vista justo en el momento en que ella cruzaba. Escuchaba sin escuchar. La voz del guía era una corriente más, hasta que la vio.

—…esa figura que ven ahí —decía el guía, en un tono entre solemne y didáctico— es una de las seis guardianas del fuego de Vesta. No pueden sacarle fotos directas, por favor. Ella es Catalina. Un ícono viviente. La pureza hecha persona. Una mujer que no puede ser tocada por ningún hombre.

Las palabras golpearon el aire.

Logan no entendía por qué el corazón le latía así. No era solo belleza. Había algo más. Una presencia. Una gravedad antigua. Era como mirar una estatua que de pronto respira.

Y entonces ella lo miró.

Fue apenas un segundo. Catalina giró la cabeza, como quien registra el entorno, y su mirada se cruzó con la de él.

No hubo sonrisa. No hubo expresión.

Pero Logan sintió que algo en él se quebraba.

—Ella es intocable —repitió el guía, bajando la voz—. Literalmente.

Logan parpadeó.

Su madre le tocó el brazo.

—¿Estás bien?

Él asintió, sin hablar. Volvió la mirada, pero Catalina ya se alejaba, envuelta en su silencio y su sombra de siglos.

No sabía quién era. Pero no la iba a olvidar.

Esa noche, Logan no podía dormir.

El hotel era cómodo, de esos pensados para turistas adinerados, con wifi veloz, sábanas blancas y agua caliente. Pero nada de eso servía. Tenía los ojos fijos en el techo, los brazos cruzados detrás de la nuca, y un nombre mudo latiendo en su pecho.

Catalina.

No sabía quién era, no realmente. Solo sabía lo que el guía había dicho. Una virgen vestal. Una mujer pura. Intocable.

Y, sin embargo, cuando ella lo miró… no lo hizo como un símbolo. Lo miró como si lo conociera. O como si lo estuviera buscando.

Era absurdo. Ridículo. Pero lo sentía.

—¿Estás despierto?

Oyó la voz de su madre, desde la cama contigua. Él suspiró.

—Sí.

—¿En qué piensas?

Logan dudó. No podía hablar con su madre de lo ocurrido ese día. Se giró sobre un codo y buscó un tema que pareciera importante.

—¿Cómo era papá?

La pregunta cayó como un susurro inesperado. Su madre tardó en responder.

—Era... intenso. Impredecible. Muy francés —intentó sonreír, pero no le salió—. Te quiso, al principio. Después... simplemente se fue.

—No creo que me haya querido.

—Sí. Y nunca volvió a buscarte.

Silencio.

Logan sintió esa herida antigua abrirse otra vez. Siempre había estado ahí, como una línea fina bajo la piel. Su padre. El hombre del que solo conocía el nombre, un par de fotos viejas y el idioma que su madre insistía en que aprendiera.

—¿Él también creía en lo sagrado? —preguntó Logan, sin saber por qué decía eso.

—No —dijo ella, con una mezcla de amargura y ternura—. Él solo creía en sí mismo.

Logan asintió. Y sin decirlo, supo que Catalina era lo opuesto.

Ella no era su padre. No era como nadie.

Ella era otra cosa.

Y por eso no podía dejar de pensar en ella.

Catalina se arrodilló frente al altar interior del templo. No era el fuego sagrado. Ese estaba resguardado, vigilado, alimentado por turnos. Este era el fuego privado. El que usaban para la oración silenciosa. Nadie más estaba allí.

La túnica blanca le pesaba sobre los hombros. El suelo de mármol estaba helado, pero eso no importaba. Nada debía importarle, salvo la llama.

Rezaba sin palabras. No porque no las tuviera, sino porque no recordaba cuáles eran.

Las imágenes de la tarde volvían una y otra vez. El bullicio de la plaza. El aire tibio. Los pasos de los turistas. Y esos ojos azules clavándose en los suyos.

Había sentido algo.

Eso era lo imperdonable.

No que él la hubiera mirado. Sino que ella lo hubiera notado.

Se puso de pie lentamente. Caminó hasta el cuenco de agua y se lavó las manos, como si pudiera purificarse del recuerdo. Pero no era suciedad. Era otra cosa. Algo que se despertaba por dentro, como una grieta invisible.

Occia siempre decía que el peligro no venía de afuera, sino de adentro.

Y ahora Catalina entendía por qué.

Esa noche no durmió bien. Soñó con fuego. Con ojos que la miraban entre la multitud. Con un nombre que no conocía, pero que ya no podía ignorar.

Roma amaneció con el cielo plomizo.

Logan salió del hotel temprano, sin el grupo. Su madre dormía aún, y el guía no los esperaba hasta la tarde. Caminó sin rumbo fijo, siguiendo el ritmo de los adoquines y la intuición. Cruzó puentes, callejones con ropa tendida, tiendas de antigüedades con carteles en latín. Roma era un museo que respiraba.

Pero él no buscaba historia. Buscaba algo que no podía nombrar.




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