Fuego y sangre

Capitulo 4 - El precio del fuego

Cuando el día de dejar Italia para siempre, y volver a la rutina en Canadá, Logan, decidió quedarse. Desoyo las protestas de su madre. Con una idea instalada en su cabeza, dió los peimeros pasos para convertirse en recluta de la guardia vestal.

El cuerpo de Logan, adolorido y fatigado, protestaba con cada movimiento. Aun así, el sonido estridente del despertador marcaba el inicio de una nueva jornada en su entrenamiento para la guardia del templo. Aquella rutina implacable había convertido su vida en un ciclo constante de esfuerzo, agotamiento y resistencia.

Su habitación en el alojamiento para postulantes era modesta, austera, compartida con otros jóvenes que, como él, habían dejado atrás todo para intentar formar parte de esa élite encargada de proteger a las vestales y custodiar el fuego sagrado. Por la ventana se colaban los sonidos de una Roma que despertaba lentamente: el murmullo de las primeras conversaciones, el chirrido de las persianas de los cafés, el aroma del pan recién horneado mezclado con el de los autos viejos.

Logan no sabía si lograría pasar la prueba final, pero eso no le impedía seguir. Había renunciado a su vida en Canadá, a su familia, a sus amigos, para sumergirse en este mundo desconocido y rígido. Lo había hecho empujado por una fuerza que no sabía nombrar, pero que sentía encendida dentro de sí. Algo lo había tocado el día en que vio a Catalina en la Piazza del Popolo, vestida de blanco, inaccesible, casi irreal. Desde entonces, una certeza lo acompañaba: tenía que acercarse a ella, aunque fuera desde la distancia, desde el deber.

Esa mañana, como todas, salió a correr con los demás postulantes. El aire fresco de la madrugada le cortaba la piel y aceleraba su respiración. El camino bordeaba el templo entre muros antiguos y árboles cuyas raíces parecían haber visto siglos pasar. Al frente corría Dario, el instructor, un hombre curtido, de mirada dura y voz que retumbaba como una orden grabada en piedra.

—¡Más rápido! —gritaba—. ¡Esto no es una excursión!

Los músculos de Logan ardían con cada zancada, pero no podía permitirse aflojar. Cada gesto, cada signo de fatiga, podía sellar su destino. Después de la carrera venían los ejercicios de combate: golpes, caídas, levantadas, repeticiones interminables. Los aspirantes aprendían a resistir más allá del dolor, a obedecer sin cuestionar, a anular todo impulso de rendición.

—Aquí no hay espacio para los que dudan —sentenciaba Dario, corrigiendo posturas y exigiendo más allá del límite.

Al atardecer, el grupo se reunía en un aula para las clases teóricas. Ese día, Alessandra, una guardia veterana de semblante sereno, compartió su experiencia.

—Proteger el fuego sagrado no es una tarea física, es un acto de fe. Aquí no solo forjamos cuerpos, sino voluntades. Lo que defendemos es invisible, pero esencial. Es la llama de Roma, su esencia.

El aula estaba en silencio. Los postulantes, cansados pero atentos, rodeaban a Alessandra, quien se mantenía firme frente a ellos, con su uniforme impecable y una mirada llena de autoridad.

—El ritual de iniciación es mucho más que una tradición —comenzó Alessandra, su voz clara resonando en la sala—. Es la ceremonia que nos une al fuego sagrado de Vesta, que nos convierte en guardianes no solo del templo, sino del alma misma de Roma.

Hizo una pausa, dejando que sus palabras calaran en cada uno de los jóvenes.

—Al final del entrenamiento, cada uno de ustedes será marcado con un hierro al rojo vivo, calentado directamente en la llama eterna del fuego sagrado.

Un murmullo recorrió la sala. Algunos intercambiaron miradas nerviosas.

—Esta marca —continuó Alessandra— es mucho más que un símbolo. Es un compromiso indeleble. No solo en la piel, sino en el espíritu. Quien la lleva, ha entregado su vida a la protección de lo sagrado, a la vigilancia constante y a la disciplina sin fin.

Sacó un pequeño hierro, negro y simple, pero con una punta en forma de "V" que brillaba levemente bajo la luz.

—Este hierro será calentado en el fuego que ustedes han visto arder en el templo —dijo—. Ese mismo fuego que ha ardido por siglos, sin apagarse nunca.

Alessandra miró a cada uno de los postulantes, midiendo sus reacciones.

—La marca duele. No es solo el calor, sino la responsabilidad que conlleva. Aquellos que no están preparados para ese peso no deben seguir adelante. Porque esta marca no puede borrarse. Y quien la lleve debe honrarla hasta el final de sus días.

El silencio volvió a dominar el aula, esta vez cargado de respeto y solemnidad.

—Para ustedes, esta es la prueba última. El momento en que dejarán atrás la incertidumbre y se convertirán en parte de algo eterno.

Alessandra bajó el hierro y concluyó con voz firme:

—Solo quienes acepten este fuego dentro de sí podrán llamar con orgullo el nombre de guardia de las vestales.

Las palabras de Alessandra se clavaron en Logan como un llamado. Sintió que estaba allí no solo para cumplir una meta personal, sino para ser parte de algo mayor, ancestral, poderoso. Esa noche, escribió en su cuaderno:

“Hoy entendí que esta lucha no es contra los demás, sino contra mí mismo. Contra el miedo, contra la debilidad, contra todo lo que me impide avanzar. El fuego está dentro. No pienso apagarlo.”

Los días se sucedieron con idéntica intensidad. El grupo, que al comienzo tenía veinte aspirantes, se redujo a la mitad en pocas semanas. Algunos se retiraban por lesiones; otros, por quebrarse emocionalmente. Logan seguía en pie, aunque el cansancio comenzaba a horadar su espíritu. Por las noches, miraba el techo con los ojos abiertos, preguntándose si ese sacrificio tenía sentido. El rostro de Catalina, difuso pero presente, le daba respuesta.

Una noche, mientras caminaba solo por el patio, Marco, uno de los pocos que resistían, se le acercó.

—¿Todavía no te has rendido? —le dijo con una sonrisa cansada—. Yo estuve a punto de hacerlo ayer.




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