El templo estaba en silencio, roto solo por el leve crepitar del fuego en el brasero de bronce. Sus ojos seguían la danza contenida de las llamas. Cada chispa parecía contener siglos de historia, y Catalina sentía el peso de mantener viva esa llama sin permitir que se debilitara ni una sola vez. Era un deber silencioso, uno que solo conocían quienes se enfrentaban a la soledad de la guardia nocturna.
La joven vestal se aislaba del mundo. No había voces, ni mandatos, ni testigos. Solo el fuego, respirando a su ritmo, constante, vigilado. Había aprendido a escuchar su sonido, a comprender sus pausas, a leer en el humo señales que para otros pasaban inadvertidas. A veces le parecía que ese silencio era lo más cercano a la paz que podía tener dentro del templo.
Pero esa madrugada, algo no encajaba. Había una tensión distinta en el aire, un presentimiento que no sabía ubicar y que la hizo abandonar la sala del fuego por un momento. La guardiana del fuego permanecía oculta entre las columnas del ala oeste del complejo de entrenamiento, el aire fresco rozándole el rostro mientras observaba desde la sombra. Aquel espacio apartado, donde las vestales raramente se aventuraban, ofrecía una vista clara del campo de ejercicios al aire libre. Frente a ella, un grupo de reclutas se alineaba con rigidez militar, de espaldas a su posición, recibiendo las instrucciones del comandante Lucian Marce. El sol, ya bajo, proyectaba largas sombras que acentuaban la firmeza de cada figura, el cansancio oculto tras una disciplina que pocos podían sostener.
No había dudas en la mente de Catalina respecto al arduo camino que esos jóvenes habían recorrido. Sabía que superar el entrenamiento no era tarea sencilla. La Guardia no aceptaba a quienes no pudieran resistir la presión, el sacrificio físico y moral que la defensa del templo exigía. Cada uno de esos cuerpos —aunque de espaldas— representaba horas interminables de esfuerzo, noches sin descanso y decisiones marcadas por el dolor.
La próxima ceremonia de la Guardia se acercaba, y con ella, la confirmación definitiva de quienes serían oficialmente aceptados. Ella no participaría. Esa era una verdad que se repetía en su mente con un eco frío e implacable. No formaría parte de ese rito que los reclutas atravesarían. Su lugar era otro, distante, reservado para quien había decidido apartarse del fuego directo pero no renunciaba a la vigilia.
Desde su posición, la voz de Lucian Marce se alzaba con firmeza, cortando el silencio del amanecer. Su tono era grave, sin margen para la duda o la piedad. Cada palabra parecía cincelada en piedra.
—Escuchen con atención —comenzó, y el eco reverberó contra los muros de piedra—. Este es su último mes como reclutas. Después de esto, ya no habrá vuelta atrás. O estarán listos para unirse al fuego sagrado, o su camino terminará aquí.
Catalina observó cómo cada uno enderezaba la espalda un poco más. Sabía que, por dentro, muchos se debatían entre el miedo y la determinación.
—Las reglas que van a regir sus vidas son claras y estrictas. No toleraremos la más mínima infracción. Ustedes serán el muro que separa a las vestales del mundo exterior. Su disciplina, su lealtad y su autocontrol deben ser absolutos.
El comandante recorrió con la mirada a cada uno de los jóvenes.
—Primera regla: Bajo ninguna circunstancia tocarán a una vestal, salvo que su vida esté en peligro inminente. Ni una mano, ni un roce accidental. Si esto ocurre, lo sabremos. Y no habrá excusas.
Un silencio denso se apoderó del campo.
—Segunda regla: No hablarán con ellas, a menos que sea estrictamente necesario para el cumplimiento del deber. Ustedes no están aquí para hacer amistades, sino para proteger.
Catalina sintió cómo el aire se volvía más pesado.
—Tercera regla: No las mirarán como mujeres. Ellas no son mujeres. No las desearán. No intentarán seducirlas ni aproximarse con intenciones que vayan más allá del respeto y el deber. Quien lo haga será condenado a muerte o a cadena perpetua en la Roca Negra.
Ella conocía la historia de ese lugar: oscuro, remoto, una prisión tallada en la montaña, donde iban los que traicionaban al templo. Nadie salía de allí.
Los reclutas permanecieron firmes, pero Catalina detectó la tensión en algunas mandíbulas, el leve temblor en ciertos músculos. Sabía que cada uno calculaba el precio del error.
Para ella, esa distancia era una muralla invisible. Observaba desde fuera, testigo silente de un mundo al que ya no pertenecía, aunque parte de ella siguiera atada.
—El templo observa. La historia observa. Y nosotros, quienes servimos, no podemos fallar.
Los reclutas se dispersaron. Catalina se quedó un momento más, con el pecho apretado, hasta que el eco de las palabras del comandante se desvaneció. Luego se retiró en la penumbra, dejando atrás a los jóvenes que pronto serían marcados.
Al cumplirse los tres días en los que Catalina había custodiado la llama sin interrupciones, Occia le asignó la siguiente tarea. Con voz firme, sin rodeos, le indicó que debía acompañar a Alessia para supervisar una restauración en el perímetro exterior. No era un encargo cualquiera: se trataba de un altar menor, en una zona donde los reclutas vigilaban pero no podían ingresar. La presencia de una vestal era necesaria para asegurar que se respetara cada símbolo, cada trazo sagrado.
Escuchó sin objeciones. Había aprendido a aceptar cada labor como parte del deber, incluso cuando ese deber la alejaba de todo lo demás.
Junto a Alessia cruzó una de las puertas antiguas. El aire fresco del exterior las envolvió como una tregua. Caminaron en silencio hasta alcanzar los muros de piedra que marcaban la frontera entre lo divino y lo mundano. Allí, donde los reclutas cumplían guardia sin poder cruzar, las esperaban ya el arquitecto y dos guardianes.
Sobre una mesa improvisada, los planos se extendían como una cartografía sagrada. El arquitecto hablaba con precisión mientras explicaba los detalles técnicos. Catalina lo escuchaba, pero su atención se desvió en cuanto distinguió a uno de los guardias.