Fuego y sangre

Capitulo 7 - Promesas grabadas en la piel

El día de la iniciación había llegado, y lo hizo con la gravedad que solo los siglos de tradición pueden conferir. El templo se vestía con un silencio reverente, una quietud casi palpable que se extendía en el aire denso, cargado de historias, juramentos y sacrificios. Bajo la atenta mirada del Pontifex Maximus y de Occia, los aspirantes a la Guardia se preparaban para el rito que decidiría su futuro. Los reclutas fueron llamados uno a uno para avanzar por el patio del templo, con pasos medidos y firmes sobre la piedra fría.

Vestidos con túnicas ceremoniales blancas, símbolo de pureza y humildad, sus pies descalzos rozaban el suelo en un gesto que los conectaba con la tierra y con el juramento que estaban a punto de pronunciar. Cada movimiento estaba cargado de solemnidad y cada respiración contenía la tensión de un momento irrepetible. La luz filtrada por las columnas resaltaba los contornos de sus rostros: algunos eran jóvenes y todavía tenían el brillo ingenuo de la esperanza, mientras que otros presentaban la dureza de quienes ya habían enfrentado el sacrificio.

Livia, la segunda vestal mayor y única que había elegido servir a Vesta tras la pérdida de su esposo, presidía la ceremonia con una autoridad natural y serena. Sus ojos, curtidos por la experiencia y la disciplina, recorrían a cada recluta con una mezcla de rigor y compasión silenciosa. Ella sería la encargada de imprimir la marca, el símbolo indeleble que los uniría para siempre al fuego sagrado.

A su lado, Alessia realizaba con precisión el ritual de preparación de la piel del aspirante. Con movimientos delicados y seguros, abrió el escote de la túnica para dejar al descubierto el lugar exacto donde Livia iba a depositar la marca. La ausencia de toda frivolidad o duda en sus gestos reflejaba la importancia que tenía cada ceremonia. Más atrás, Chiara esperaba con una compresa fría, lista para calmar el ardor que la marca dejaría en la piel del recién iniciado.

Logan observaba, aferrado a la compostura que le exigía su formación. El corazón le latía con fuerza contenida, sus ojos buscaban ansiosos un punto de apoyo que, sin embargo, permanecía vacío: Catalina no estaba allí. La ausencia de ella era como un golpe silencioso, una herida que se abría en medio de la solemnidad. ¿Dónde se encontraba la guardiana del fuego, la mujer que había visto tan cerca y a la vez tan distante? ¿Por qué no participaba en el rito que él consideraba la puerta hacia su destino compartido?

La decepción le quemaba más que la ansiedad. Su mirada se posó en los rostros de sus compañeros, buscando algún reflejo de su propia incertidumbre, pero solo encontró determinación y entrega. El peso del deber y la tradición caía sobre todos, menos sobre ella, la figura que, en su mente, seguía siendo un misterio por descifrar.

Cuando finalmente fue llamado, el mundo pareció reducirse a un espacio breve y concentrado. Sus pasos resonaron sobre la piedra mientras avanzaba, y con cada paso el latido de su corazón aumentaba..

Livia, se aproximó con la marca en sus manos, el hierro al rojo vivo resplandeciendo como un fragmento del propio fuego sagrado. A su lado, Alessia, con gesto firme, se acercó al recluta y, con el respeto que imponía el rito, deslizó los dedos para abrir cuidadosamente la túnica ceremonial, dejando al descubierto el hombro izquierdo. No hubo vacilación en su expresión ni en sus movimientos. Lo hizo como se hacen las cosas que han sido transmitidas durante siglos: sin duda, sin error, con la reverencia exacta.

El aire dentro del templo se volvió denso, casi irrespirable. Logan contuvo el aliento, consciente de que ese instante lo cambiaría para siempre.

El hierro candente descendió y rozó su piel. El sonido agudo del metal al contacto con la carne rompió el silencio como un disparo. El dolor fue inmediato, punzante, pero no emitió un solo sonido. Cerró los ojos, apretó los dientes y dejó que el ardor se grabara en su cuerpo como una verdad inquebrantable: él pertenecía ahora al fuego.

Chiara intervino en ese momento, aproximándose con la compresa de lino humedecida en agua purificada del Tíber, que presionó sobre la piel marcada. El contraste entre el calor abrasador del hierro y el fresco de la compresa fue brutal, pero necesario. El rito estaba completo, el dolor y la cura, la herida y el alivio.

Abrió los ojos y encontró la mirada firme de Livia, una silenciosa afirmación de que había sido aceptado, marcado, sellado por el deber.

—Que esta marca sea testigo eterno de tu fidelidad, de tu sacrificio y de tu defensa incansable del fuego sagrado —declaró el Pontifex Maximus—. Que Vesta te guíe y proteja siempre.

Logan inclinó la cabeza. Las palabras resonaron en su pecho con un eco solemne, pero su espíritu seguía anclado a una ausencia: Catalina. Había esperado verla, aunque fuera entre las sombras del templo, como figura distante entre los pilares, como testigo muda de lo que para él era mucho más que una ceremonia. Pero ella no estaba. Y esa ausencia dolía más de lo que habría imaginado.

Aún le ardía el hombro.

El aire de la noche era más fresco ahora, y Logan caminaba despacio por uno de los pasillos exteriores del templo, donde el mármol frío del suelo devolvía un eco suave a cada paso. A su alrededor, la ciudad eterna parecía contener el aliento. Los muros del templo brillaban levemente bajo la luz de las antorchas, y en su pecho —aún bajo la túnica ceremonial— latía el hierro marcado, rojo e inflamado.

Pero no le importaba el dolor.

Sacó el teléfono del bolsillo interior de su chaqueta, que había recuperado minutos después de la ceremonia. Buscó su número en la lista de contactos con dedos torpes, aún envueltos en cierta solemnidad, y pulsó.

Esperó.

Uno, dos, tres tonos. Hasta que la imagen de Elaine apareció en la pantalla, desvelada y envuelta en la penumbra de la madrugada. Estaba sentada, como siempre, en su cocina. Solo la luz sobre la encimera iluminaba parte de su rostro, que parecía cansado, pero alerta.




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