El comedor del cuartel estaba casi vacío. La mayoría de los guardias aún no regresaban del despliegue en el Foro, y los que sí, preferían el silencio. Logan se sirvió una bandeja simple: pan, queso curado y una taza de caldo. Se sentó en la esquina más alejada, cerca de una ventana abierta por donde entraba el aire fresco de la noche.
Pietro apareció poco después, con paso cansado. Llevaba el uniforme desabrochado hasta el pecho y el rostro cubierto de sudor seco.
—¿Sobreviviste? —preguntó, dejándose caer en el banco de enfrente.
—Apenas —respondió Logan, medio en broma.
Pietro soltó una risa breve, sin mucha alegría. Comenzó a comer en silencio. Unos minutos después, alzó la vista.
—¿Cómo estuvo? Allá afuera, me refiero.
Logan dudó un momento antes de responder.
—Tenso. Pero salió bien. Pudimos evacuarlas a tiempo.
Pietro asintió.
—Escuché que estuviste con Catalina.
Logan no respondió enseguida.
—Sí.
—¿Está bien?
—Sí —repitió, sin entrar en detalles.
Pietro bajó la mirada a su bandeja.
—Yo no podría. Si me tocara escoltar a una de ellas, me paralizaría. No sé cómo lo hacen. Una palabra equivocada, un gesto fuera de lugar, una mala interpretación… y estás acabado.
—¿Te refieres a la ley?
—Me refiero a ellas. A su poder. No sé si lo mencionaron en la instrucción, pero una vestal puede interceder por un hombre y salvarlo de una condena… o señalarlo con el dedo y condenarlo de por vida. Todo con una sola palabra.
Logan sostuvo su mirada. No había miedo en sus ojos, pero sí una tensión contenida.
—Catalina no haría eso conmigo.
—¿Y cómo lo sabes?
—Porque dijo la verdad. Porque no mintió sobre lo que pasó hoy.
Pietro se recostó un poco hacia atrás, cruzándose de brazos.
—No la conoces. Ninguno de nosotros las conoce. No sabemos quiénes eran antes ni por qué están ahí. No sabes qué puede pasar si un día lo que haces deja de convenirles.
Logan no contestó de inmediato. Bajó la vista a su taza, girándola entre las manos.
—Solo lo sé.
Pietro lo observó un momento más. Luego negó apenas con la cabeza, en un gesto más resignado que incrédulo.
—Entonces ve con cuidado, hermano. Los dioses todo lo ven.
Después no hablaron más. Solo el sonido de los cubiertos contra los platos, el crujir de una silla al moverse, el murmullo lejano del cuartel reacomodándose después del caos.
La mañana siguiente amaneció nublada, pero en el cuartel de la Guardia Vestal nadie parecía prestarle atención al clima. Todos estaban concentrados en lo mismo: las noticias.
En la sala común, un televisor colgado en la pared mostraba imágenes del acto protocolar interrumpido por los disturbios del día anterior. La cobertura era constante. Planos cortos, tomas aéreas, titulares rotativos. Voces de analistas políticos se intercalaban con opiniones de expertos en seguridad y religión. Pero lo que más se repetía —lo que captaba la atención del público— era la figura de un joven guardia cubriendo a una vestal con su chaqueta.
Logan.
Aparecía apenas unos segundos en pantalla, pero suficientes para despertar curiosidad.
“Un extranjero en la Guardia.”
“El recluta que protegió a una vestal con su vida.”
“¿Quién es Logan Sharp?”
La historia había sido reinterpretada para el consumo público. Nadie mencionaba el protocolo roto, ni el exceso de iniciativa. Solo se hablaba de valentía, de coraje, de devoción al deber. Logan no se había pronunciado. Ni pensaba hacerlo.
Marco entró en la sala con paso lento y una bandeja de desayuno en las manos. Se había reincorporado esa misma mañana, luego de una semana de reposo forzado por una fiebre persistente. Llevaba el cabello aún húmedo y ojeras bajo los ojos, pero su sonrisa no había cambiado.
—Miren quién se volvió famoso —dijo al pasar junto a Logan—. Una estrella ha nacido… y se come mis papas fritas cuando vamos a almorzar.
Algunos rieron. Logan bajó la mirada con una sonrisa contenida, sin responder.
Marco se dejó caer en el asiento de al lado y dio un sorbo largo a su café.
—¿Ya elegiste tu agente de prensa o todavía no? Porque si vas a salir en todos los canales, mínimo que alguien negocie tus derechos de imagen.
—No fue para tanto —murmuró Logan.
—No —dijo Marco, con tono burlón—. Claro que no. Solo te lanzaste en medio del caos, derribaste a un atacante, envolviste a una vestal con tu chaqueta y la sacaste de una zona caliente. Lo que cualquiera haría en su primer acto oficial, ¿no?
Logan suspiró, pero no discutió. Sabía que su amigo no hablaba con malicia.
—Fue instinto.
—Lo sé —respondió Marco, más serio ahora—. Y por eso te admiro, aunque jamás te lo vuelva a decir en voz alta. Pero cuida ese instinto, Sharp. En este lugar… el heroísmo no siempre se premia.
Logan lo miró un segundo. Asintió con un gesto casi imperceptible.
El televisor seguía hablando de él. De su pasado, de su origen extranjero, de su acento que apenas se notaba. Pero Logan no estaba escuchando. Miraba su taza vacía, pensativo, como si en el fondo deseara que nadie más hablara de lo ocurrido. Como si, en vez de fama, hubiera preferido el silencio.
***
Occia cruzó el corredor principal del templo y se dirigió hacia la sala del Pontifex Maximus. Había sido convocada esa mañana, sin explicaciones ni protocolo. No era extraño. En tiempos de tensión, el silencio solía ser la primera medida de precaución.
La Guardia custodiaba el acceso con la misma rigidez de siempre, pero había un peso en el aire. Uno que Occia reconocía de épocas anteriores, cuando el equilibrio entre poder civil, tradición religiosa y autoridad militar pendía de un hilo más fino de lo que a muchos les gustaba admitir.
La puerta se abrió sin anuncio. El Pontifex estaba de pie, frente a una de las altas ventanas del salón, con las manos cruzadas a la espalda. No llevaba los atuendos ceremoniales, solo una túnica blanca de lino impecable. El gesto sobrio, el rostro alerta.