Fuego y sangre

Capitulo 12 - Orden umbra

Catalina despertó abruptamente, su cuerpo tenso como una cuerda a punto de romperse. La sensación de ser observada la mantuvo inmóvil un instante, escuchando el silencio apenas roto por el roce del viento. Sus ojos se dirigieron hacia la ventana entreabierta. Las cortinas, livianas, se mecían con suavidad, como un suspiro. Por un momento, creyó ver una sombra deslizarse afuera, pero no logró distinguirla con claridad.

Sin pronunciar palabra, se incorporó descalza, sintiendo el frío del suelo bajo sus pies. Cada paso la acercaba a la mesa donde había dejado sus pocas pertenencias. Allí, sobre la superficie de madera, reposaba un papel que no estaba antes. Lo tomó con dedos que no podían ocultar el temblor.

El emblema frente a ella era tan simple como amenazador: un círculo negro atravesado por una línea blanca, y debajo, la leyenda que le heló la sangre: Orden Umbra.

Volteó el papel y leyó la amenaza escrita al reverso:

"Isabella fue la primera. Sigues tú."

Un estremecimiento le recorrió la espalda. Las palabras pesaban más que cualquier golpe. La historia de su madre, sus secretos y castigos, la condena y la lucha, quedaban ahora expuestos con crudeza. La Orden Umbra no solo la señalaba: la desafiaba.

Catalina tragó saliva y, con el corazón latiendo con furia contenida, salió de la habitación sin cerrar la puerta, sus pasos resonando en el pasillo solitario. Golpeó la puerta de Logan con urgencia.

Él apareció en el umbral con la chaqueta desabotonada y el rostro marcado por el cansancio de la noche. Sin decir palabra, vio el papel en sus manos temblorosas y leyó las palabras que cambiaban el aire a su alrededor.

Ella, con la voz quebrada, apenas pudo susurrar:

—Me matarán como a mi madre.

Logan tragó con dificultad. No podía acercarse, no podía tocarla, pero su mirada era un ancla, un intento de transmitirle que no estaba sola. Su instinto, el más básico, le gritaba que la tomara de los hombros, que la cubriera con el cuerpo si era necesario, que borrara el miedo de su rostro con una caricia. Pero no podía. No allí. No con las cámaras observando cada movimiento. No con la embajada convertida en una vitrina.

Durante meses había entrenado para contener sus impulsos, para medir cada gesto, cada palabra, cada mirada. Pero ahora, frente a Catalina temblando en medio del pasillo, con un papel en la mano que invocaba una amenaza directa, todo ese control se volvía una cárcel.

—No dejaremos que te hagan daño —repitió, esta vez más bajo, casi como una plegaria.

Catalina tenía los ojos fijos en el papel, como si no pudiera soltarlo aún. Como si hacerlo significara aceptar que ya no había retorno. Pero cuando al fin alzó la mirada, se encontraron. No había lágrimas. Solo esa tensión feroz, vulnerable, que parecía sostenerla en pie.

Logan sostuvo su mirada un segundo más de lo permitido. Sintió que ese contacto, aunque sin piel, valía más que cualquier abrazo.

Quiso decirle que comprendía lo que estaba sintiendo. Que también había leído el mensaje detrás de la amenaza: no era solo un aviso. Era una declaración de guerra.

Y sin embargo, todo lo que pudo hacer fue permanecer allí. Presente. Silencioso. A un metro de distancia, con la espalda recta, los dientes apretados, y los ojos puestos en ella como si de eso dependiera que no se derrumbara.

Un guardia cruzó corriendo el extremo del pasillo. Logan dio un paso atrás, recomponiéndose como si ese momento de vulnerabilidad hubiese sido una falta imperdonable. En ese instante, volvió a ser el guardián que necesitaban. Pero por dentro, el muchacho que aún creía en protegerla a cualquier costo seguía gritando por no poder sostenerla entre los brazos.

La noticia del ingreso no autorizado recorrió los pasillos como reguero de pólvora. Se activó el protocolo de seguridad de inmediato. En minutos, toda el ala este fue asegurada, y un perímetro interno protegía la habitación de Catalina con presencia constante de la Guardia Vestal.

Logan coordinaba los movimientos con eficacia precisa. No necesitaba gritar. Ordenaba con firmeza, sin dejar de vigilar el rostro de ella. En cada pausa, su atención se deslizaba hacia Catalina, como si necesitara comprobar que seguía allí, entera. Ella no decía nada. Había cambiado de túnica, recogido el cabello con meticulosidad, y retomado esa calma entrenada. Pero Logan ya conocía los signos sutiles: cómo sus dedos se crispaban al sujetar la tableta, cómo sus ojos parpadeaban más de la cuenta cuando intentaba contener emociones demasiado grandes.

La diferencia horaria entre Roma y Atenas no era excusa. Apenas se completaron las primeras medidas de seguridad, Catalina fue escoltada a una sala de conferencias interna, desde donde debía contactar a Occia. Nadie más participaría de la llamada.

Desde la pantalla, la figura de la Superiora emergió en la penumbra azul del monitor. Vestía como siempre, con la sobriedad de quien representa siglos de historia, pero sus ojos no eran fríos esa noche. Catalina bajó el mentón en una reverencia breve, y luego habló. Sin rodeos. Explicó cómo había encontrado el emblema, el momento exacto en que despertó, lo que sintió. Mostró el papel. Repetir en voz alta la amenaza —“Isabella fue la primera. Sigues tú”— le robó un poco de aliento, pero no de convicción.

Occia no la interrumpió en ningún momento. Solo al final, con tono más bajo, dijo:

—Entiendo. He visto suficiente. A partir de ahora, no volverás a dormir sin una guardia directa en la puerta. Logan permanecerá en la habitación contigua. El resto… lo decidiré en Roma.

Catalina asintió. No preguntó más. Sabía que no obtendría respuestas esa noche.

Cuando salió de la sala, Logan la esperaba en el mismo lugar en que ella lo había buscado antes: el pasillo desierto, bajo la luz de emergencia. Se miraron solo un instante, pero bastó. Él no preguntó nada, y ella no ofreció explicaciones.

Durante las horas siguientes, cada uno cumplió con su deber. Logan revisó los informes de seguridad enviados desde Roma. Coordinó los turnos de vigilancia, verificó los registros de cámaras internas y se aseguró de que el ala este quedara bajo la supervisión exclusiva de su equipo. Catalina, por su parte, permaneció en sus aposentos, en comunicación con Occia y con el canciller de la embajada.




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