El salón del Palazzo Massimo resplandecía con luces cálidas, música discreta y cristales tintineando entre brindis y saludos de cortesía. Era una gala de caridad, una de tantas organizadas por fundaciones imperiales en nombre de causas nobles, donde la política, el espectáculo y la devoción convivían bajo los mismos candelabros.
Catalina llegó puntual, como siempre, acompañada por Alessia y Occia. Vestía una toga moderna en tonos marfil y dorado, sencilla, pero impecable, sin joyas salvo el anillo ceremonial. Su porte silencioso imponía respeto sin esfuerzo. Las cámaras captaron su entrada, y varios asistentes se inclinaron al verla pasar. Marco la seguía a corta distancia, firme, atento. Ya no era Logan quien ocupaba ese lugar.
Del otro lado del salón, Logan custodiaba a Alessia con la misma discreción con la que solía proteger a Catalina. Su expresión no revelaba nada, pero sus ojos sí la seguían. No había buscado cruzarse con ella. No todavía.
Algunos periodistas acreditados aprovecharon la ocasión para acercarse. Una mujer joven, de micrófono en mano, interceptó a Occia cuando notó la nueva formación.
—Domina Occia, ¿por qué el cambio de escolta para la Domina Catalina? —preguntó con voz firme—. ¿Es un tema de seguridad?
Occia ni se inmutó.
—Eso corresponde al departamento de seguridad. No tengo injerencia en esas decisiones.
—¿Y no hay otra razón? —insistió el periodista más veterano del grupo—. Se ha especulado bastante sobre una posible cercanía entre la Domina Catalina y su escolta anterior. ¿Puede confirmar o desmentir esos rumores?
Occia ladeó apenas la cabeza, sin sonreír.
—No hay nada que confirmar ni desmentir. Los ciudadanos lo saben bien: las vestales son adoptadas por el Estado. Pasan a ser hermanas de todos los ciudadanos romanos. Y entre hermanos solo puede haber amor fraternal.
El murmullo se apagó con esa frase. Nadie dijo nada más, al menos en voz alta. Pero las miradas seguían fijas en Catalina, que conversaba con serenidad con un senador mayor, ajena —o no tanto— a las palabras que se cruzaban a pocos metros.
Entonces, Occia se inclinó apenas hacia Catalina y murmuró con voz baja, solo para ella:
—¿Estás segura de que fue prudente hacer esa solicitud? Podría interpretarse como una admisión.
Catalina mantuvo la vista al frente, su expresión imperturbable.
—Era lo mejor para acallar el cotilleo —respondió—. En poco tiempo, todo quedará en el olvido.
Antes de que Occia pudiera replicar, un hombre se aproximó al grupo.
Era alto, de complexión firme, vestido con un esmoquin negro, perfectamente entallado. Su cabello oscuro, peinado hacia atrás, dejaba ver una frente amplia y unos ojos oscuros que se clavaron de inmediato en Catalina, sin necesidad de rodeos.
No hizo reverencias, ni esperó a ser presentado. Su sola presencia forzó un silencio a su alrededor.
—Domina Catalina —dijo con voz grave y modulada—. Es un honor.
Catalina lo observó con cautela. No había visto antes a ese hombre, pero algo en su actitud resultaba inquietante. Elegante, sí. Educado, también. Pero con una seguridad que rozaba lo invasivo.
Antes de que pudiera responder, Occia dio un paso sutil hacia adelante. Su tono fue impecable, pero su mirada era todo menos cordial.
—Señor Visconti —dijo—. Me temo que no está autorizado a acercarse a la Domina sin intermediarios.
Nigro Visconti no pareció molesto. Sonrió levemente, como si esperara esa reacción.
—Mis disculpas, Domina Occia —dijo Visconti con una leve inclinación—. No quise interrumpir ni faltar al protocolo. Solo deseaba saludar a quien, según muchos, ha devuelto a Roma el verdadero sentido de la devoción.
Catalina se limitó a inclinar la cabeza, con la compostura intacta. Occia respondió con una sonrisa diplomática, apenas un gesto.
—Un honor, señor Visconti —dijo ella—. Que disfrute la velada.
Nigro sostuvo la mirada de Catalina un segundo más de lo apropiado, y luego asintió una vez antes de alejarse, con paso medido.
Solo cuando estuvo a una distancia prudente, Catalina se giró hacia su mentora.
—¿Lo conoces? —preguntó en voz baja.
—No personalmente —respondió Occia, sin apartar la vista de la multitud—. Pero no necesito haberlo tratado para saber quién es.
Catalina frunció levemente el ceño.
—¿Debería tener cuidado?
Occia se tomó un momento antes de responder.
—Con hombres como él, siempre. Los Visconti no actúan por impulso. Si ha venido hasta aquí, si se ha presentado ante ti, no es por cortesía.
Desde su posición junto a una de las columnas, Logan había seguido cada movimiento con atención. El gesto contenido de Catalina, la sonrisa diplomática de Occia, la presencia calculada del extraño. No le gustó.
Cuando Nigro se alejó, Logan se desplazó entre la gente sin llamar la atención. Se acercó a Marco, que vigilaba desde la periferia con expresión serena, manos cruzadas al frente.
—¿Quién era ese? —preguntó Logan sin preámbulo—. El que se acercó a las vestales.
Marco ni siquiera lo miró. Solo ladeó un poco la cabeza, como si respondiera al viento.
—Nigro Visconti —dijo—. Empresario, filántropo... y patrocinador de media docena de iniciativas del Senado.
—¿Y qué quería?
—Saludar —respondió Marco con tono neutro—. Como todos aquí.
Logan apretó la mandíbula. Su vista regresó a Catalina, que ahora hablaba con Occia. El vestido blanco relucía bajo las luces, impoluto, sagrado. Pero él la veía más que eso. Sabía leer sus gestos, sus pausas. Algo en ella se había tensado.
—¿Y tú crees eso?
Marco soltó una breve risa por lo bajo.
—Relájate, Sharp. Esto es una gala. No un campo de batalla.
Logan lo miró de reojo.
—A veces no hay tanta diferencia.
Marco no respondió. Solo levantó una ceja, sin borrar su media sonrisa. Logan, en cambio, volvió a fijar la vista en Catalina. El hombre se había marchado, sí. Pero la incomodidad permanecía.