La noche caía sobre Roma con una calma engañosa.
Dentro del Atrium Vestae, solo una sacerdotisa velaba el fuego sagrado. Chiara, envuelta en su túnica, mantenía la mirada fija en las llamas que danzaban dentro del focus, con una serenidad adquirida a fuerza de disciplina. Afuera, pero lo suficientemente cerca, su custodio —Lucio, joven, de ojos oscuros y alerta constante— no bajaba la guardia. Las demás dormían. El silencio era casi absoluto, salvo por el crepitar bajo del fuego eterno.
Hasta que se escuchó el primer estallido.
Vidrios rotos. Gritos. El eco de pasos rápidos en los corredores.
Lucio se irguió de inmediato, cuerpo tenso, mano en el arma. Chiara corrió hacia él, instintivamente.
—Quédate detrás de mí —ordenó Lucio, sin apartar la vista de la puerta.
Una sombra cruzó el umbral. Luego otra. Encapuchados, vestidos de negro, sin emblemas visibles, pero con una presencia inequívoca. Era un ataque organizado.
Uno de ellos lanzó un cóctel incendiario contra una de las columnas. Otros comenzaron a destrozar vitrinas, arrojar objetos, pintar en los muros con pintura roja símbolos de la Orden Umbra. Un fuego menor se extendía ya por una de las cortinas laterales, pero lo ignoraron: iban directo hacia el fuego sagrado.
Lucio disparó una advertencia al aire. No bastó. Uno de los agresores se abalanzó hacia Chiara con un objeto metálico en la mano.
Lucio se interpuso, recibiendo el golpe de lleno en el costado. Cayó al suelo, pero no soltó su arma.
—¡Al suelo! —gritó, mientras sangraba.
Chiara no obedeció. Se puso encima de él, tratando de protegerlo con su propio cuerpo.
Un encapuchado lanzó un segundo objeto al focus. Hubo una explosión de humo. El fuego parpadeó… y se extinguió.
Por primera vez en años, el fuego de Vesta había sido apagado.
La alarma general se activó. En pocos minutos la guardia estaba en todos lados, pero no fue suficiente. Los agresores escaparon por las terrazas, dejando atrás columnas ennegrecidas, inscripciones profanas y el fuego, ahora reducido a cenizas.
Chiara sostenía la cabeza de Lucio sobre su regazo. Su rostro estaba cubierto de polvo y hollín. Tenía un fuerte golpe en la mejilla derecha, pero no lloraba. Ni Siquiera le importaban sus costillas magulladas.
—No me iré sin él —dijo con voz firme, cuando llegaron los paramédicos.
—Chiara —intervino Aelia—, no puedes salir del Atrium. Sabes lo que dice el protocolo.
Ella no se inmutó.
—No me importa el protocolo.
Fue Occia quien apareció entonces, con el rostro grave, pero el gesto claro.
—Déjenla ir —ordenó—. Esta vez, irá con él.
Y sin decir más, Chiara subió a la ambulancia junto a Lucio, tomando su mano con una firmeza casi ceremonial.
Las cámaras captaron el momento. En menos de una hora, las imágenes recorrían la ciudad.
Pero Roma no hablaba de Chiara, ni del custodio caído.
Hablaba del fuego extinguido.
La ambulancia aullaba como un lobo herido al atravesar las calles de Roma. Las luces rojas y azules parpadeaban contra las fachadas antiguas, bañando de urgencia los muros por la madrugada.
En el interior, Chiara no se movía.
Iba sentada junto a la camilla, con la túnica manchada. Sostenía la mano de Lucio como si de eso dependiera algo más que su vida. Los paramédicos trabajaban a su alrededor, atentos a los signos vitales del custodio, controlando la hemorragia, aplicando compresas. Pero no trataron de apartarla.
La miraban de reojo, en silencio.
Una vestal. Con la cara sucia. Con los ojos clavados en el guardia, como cuchillas. Aferrada a un hombre.
Era humana, después de todo.
Uno de los paramédicos, más joven, se inclinó hacia su compañero sin levantar la voz:
—¿Sabés quién es?
—Chiara —respondió el otro, sin apartar la vista—. Una de las seis.
—¿Y él?
—El custodio. El que intentó detenerlos.
El joven miró de nuevo. Chiara no parpadeaba. No hablaba. No lloraba. Solo sostenía esa mano como si el agarre mantuviera la vida —la de ambos— en esa unión mínima.
El vehículo se detuvo con un chirrido breve. Las puertas traseras se abrieron y el ruido del hospital se precipitó hacia dentro.
La camilla bajó con un golpe seco de las ruedas contra el pavimento. Chiara no la soltó. Corrió junto a ellos, descalza, mientras el humo del templo y el olor metálico de la sangre seguían en su garganta.
—¡Paso! ¡Paso! —gritó uno de los paramédicos.
Un médico se le acercó mientras empujaban la camilla hacia la sala de emergencias.
—Domina, debe soltarse. No puede entrar.
Chiara lo miró como si no entendiera el idioma. No porque no comprendiera las palabras, sino porque le resultaban imposibles.
—Está herido —dijo simplemente.
—Lo sé. Y por eso debemos atenderlo ahora. Usted también necesita atención, pero él... él está grave.
Otro médico intentó intervenir, con más tacto.
—Déjenos hacer nuestro trabajo. Se está desangrando. Por favor.
La mano de Lucio, apenas tibia entre la suya, parecía pedirle lo mismo. Un impulso silencioso. Una separación momentánea.
Chiara lo soltó.
No por voluntad. Por deber.
Se quedó quieta junto a las puertas mientras se cerraban. No intentó cruzarlas. No lloró. No preguntó cuánto tardarían.
Se quedó ahí.
De pie, como una estatua de mármol, rota por dentro.
Los médicos y enfermeros pasaban a su lado, murmurando entre sí, desviando la mirada. Nadie se atrevía a decirle que se moviera.
Las horas pasaron sin que ella lo notara. Un reloj marcaba el tiempo, pero Chiara no lo miró ni una vez. Su atención estaba fija en las puertas del quirófano. Aceptó una manta que le ofreció una enfermera. No para cubrirse del frío, sino como una coraza.
Finalmente, el sonido de las puertas llegó a sus oídos.
El cirujano salió. Se quitaba los guantes con movimientos lentos, agotados. Miró a su alrededor hasta encontrarla.