El debate legislativo sobre el artículo 27 había sido suspendido sine die.
Ni los senadores más vocales se atrevieron a retomar la discusión tras el ataque. Roma necesitaba silencio. Duelo.
Días después, en el Atrium Vestae, no quedaban rastros del humo ni del pánico. Solo el eco constante de escobas, cántaros de agua y cánticos bajos, como una respiración colectiva.
Las vestales trabajaban en silencio, rodeadas por mujeres elegidas para asistir en la purificación del templo. No era una restauración técnica. Era un acto ritual. Una reconstrucción del vínculo entre lo sagrado y la tierra herida.
Ningún hombre podía cruzar el umbral.
Así lo marcaba la tradición, incluso ahora.
Fuera, la Guardia Vestal mantenía su posición. Atenta. Tensa.
Logan Sharp estaba entre ellos. De pie, con los ojos clavados en la entrada como si pudiera atravesar el mármol con la mirada. Cuando Catalina salió brevemente, para tomar aire, sus ojos se encontraron.
Fue solo un instante.
Pero en ese cruce había una certeza: lo que sucedió ahí adentro pudo haberles sucedido a ellos.
Y ninguno de los dos se engañaba al respecto.
Marco, a unos metros, no dijo nada.
Lo había notado.
Siempre lo notaba.
Y aunque hubiera querido advertirle —a Logan, a Catalina, a sí mismo incluso—, sabía que algunas cosas no cambian aunque se quieran prevenir.
Lo inevitable tiene su propia lógica.
El sol comenzaba a descender sobre los muros del templo, como una bendición rota.
Adentro, las vestales continuaban la purificación.
Afuera, Roma contenía la respiración.
Catalina dejó la varilla de laurel a un lado, con un movimiento casi reverente. Sus hombros estaban bajos, como si cada músculo arrastrara el peso de los días pasados. Respiró hondo. El aroma a vinagre, sal y humo aún impregnaba el aire, aunque el fuego ya ardía con firmeza en el centro del Atrium.
Se volvió hacia Occia con la voz velada por el agotamiento.
—¿Puedo retirarme un momento, dómina? Solo para… estirar las piernas.
La Vestalis Maxima la observó en silencio. Había trabajado sin descanso durante horas, guiando la ceremonia, hablando apenas. Occia asintió.
—Por supuesto. Debes estar cansada.
Catalina buscó con la mirada a Chiara, que aún permanecía junto al altar, sentada sobre los talones, con las manos apoyadas sobre las rodillas. No se movía.
—¿Vienes? —le preguntó.
Chiara negó con la cabeza.
—Me quedaré —dijo—. Hasta que no me quede aliento.
Catalina no insistió. Sabía que no era obstinación, sino un pacto silencioso que Chiara había hecho con algo más grande que ellas mismas. Le dedicó una última mirada antes de girarse.
Occia no se demoró.
—Sharp —dijo con firmeza, al ver al custodio apostado entre las columnas exteriores—. Acompáña a Catalina. Cuídala bien.
Logan dio un paso al frente sin hacer preguntas. La siguió en silencio cuando Catalina abandonó el templo, caminando entre los muros dañados del complejo sagrado, sin mirar atrás.
Solo cuando estuvieron fuera del perímetro, Occia se permitió un gesto. Lo detuvo con una mano en el brazo.
—Con nadie estará más protegida que contigo —le dijo en voz baja.
Logan asintió, sin agradecimientos ni solemnidades. Solo entendimiento.
Y Occia… se quedó quieta mientras los veía alejarse. En su interior, algo se retorcía con el amargo sabor de la intuición. Aquello que pasaba frente a sus ojos, era un historia repetida miles de veces. Occia, pidió a Vesta que los protegiera y les diera fortaleza a ambos.
Catalina y Logan caminaron en silencio por el corredor flanqueado por columnas. El sol débil de la tarde se filtraba entre los mármoles, proyectando destellos dorados sobre las losas húmedas. A lo lejos aún se oían las voces de las mujeres dentro del templo, ecos de cánticos rituales, agua derramada, escobas barriendo cenizas.
Catalina no dijo nada. Logan tampoco. Su presencia bastaba. Él caminaba medio paso detrás, como marcaba el protocolo. Pero su sombra alcanzaba la de ella.
Doblaron hacia la galería lateral, la que conducía a los aposentos de las vestales. Cuando estuvieron solos, protegidos de miradas, ella aminoró el paso.
—No puedo dejar de pensar que esto... —dijo al fin, sin girarse— pudo haber pasado esa noche en la embajada.
Logan midió sus palabras, como quien pesa un pólvora.
—Sí —admitió al fin—. Pero no pasó.
Catalina se detuvo frente a una columna. Apoyó la mano en la piedra, fría al tacto. Sus dedos aún estaban húmedos. Cuando habló, su voz no era la de una sacerdotisa, sino la de una joven exhausta.
—Estoy cansada, Logan.
Él la miró, y por un instante, el protocolo pareció desvanecerse.
—Lo sé.
Ella giró apenas el rostro, sin mirarlo del todo.
—No sólo del cuerpo. Es... todo esto. Las reglas, las miradas, las expectativas. La fe que todos depositan en nosotras, como si fuéramos eternas. Como si el fuego nos protegiera de sentir.
Un silencio denso cayó entre ambos. No necesitaba ser respondido. Solo compartido.
Logan dio un paso más cerca. No la tocó. Ni siquiera alzó la mano. Pero su voz fue distinta cuando dijo:
—No estás sola.
Catalina cerró los ojos un segundo. Inspiró profundamente. Luego se enderezó. Volvió a ser la vestal. La figura sagrada. Pero no del todo.
—Gracias por acompañarme —murmuró.
Logan asintió.
Ella caminó los últimos metros hasta la puerta de sus aposentos. Antes de entrar, se volvió hacia él.
—¿Y tú? ¿Nunca estás cansado?
Él la miró sin apartar los ojos.
—Siempre. Pero el cansancio no me impedirá protegerte.
Y entonces ella sonrió.
Cerró la puerta sin hacer ruido.
Logan se quedó allí, solo, con la piedra y la luz de la tarde. Y el eco de una intimidad que no podía nombrarse.
***
Mientras tanto, en algún lugar de Roma...