Logan se mantuvo quieto, alerta, con la espalda apoyada contra la piedra fría y el cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante, cubriendo a Catalina como si pudiera absorber con su cuerpo cualquier amenaza. Ella sentía su respiración cercana, el calor leve que irradiaba su proximidad, incluso allí, en lo más helado del hipogeo.
Por unos minutos solo se oyeron gotas cayendo desde lo alto, el murmullo remoto del fuego y, más lejos aún, gritos que ya no podían ubicarse ni en el tiempo ni en el espacio. Catalina cerró los ojos y apoyó la frente en el hombro de Logan, conteniendo el temblor que le nacía desde el centro del pecho. No era miedo lo que sentía. Era una sensación distinta, más antigua. Como si algo sagrado estuviera a punto de romperse.
Entonces, otra vez, las voces. Nuevas, distintas.
—Por aquí. Estoy segura de que era este corredor —susurró una voz femenina, apremiante, pero no asustada.
—Vamos despacio. No sabemos si nos han seguido —respondió un hombre.
Logan intercambió una mirada con Catalina. Ella ladeó la cabeza, reconociendo la cadencia de la voz con una mezcla de sorpresa e incredulidad.
Se agacharon un poco, fundiéndose con la sombra de un arco medio derruido. Las figuras aparecieron a lo lejos: una mujer y un hombre avanzando con sigilo. La tenue luz de una linterna táctica que cargaban dejaba ver sus perfiles. Ella iba adelante, con paso decidido, casi desafiante. Él cubría su retaguardia con los ojos atentos, el cuerpo en tensión, pero los hombros ligeramente inclinados hacia ella. Había una forma de acompañarla que no era profesional. Era íntima. Inmediatamente apagaron la linterna.
—¿Aelia? —murmuró Catalina.
Logan asintió apenas. Sabía que el otro debía ser Pietro.
Los observaron sin moverse. Al llegar a un espacio más amplio, donde los muros de piedra formaban un pequeño atrio sin salida, Aelia se detuvo de golpe. Pietro casi choca con ella, pero no retrocedió. Se quedaron quietos, mirándose como si no supieran cómo continuar.
Y entonces, sin una palabra, Aelia alzó la mano y la colocó sobre el rostro de él, con una ternura que desentonaba con la urgencia de la situación. Pietro cerró los ojos y le besó la palma. Fue un gesto simple, pero desbordante. Luego, ella tiró suavemente de él hacia sí.
El beso fue largo. No se trataba de un impulso. Era una necesidad contenida, acumulada en horas de autocontrol, de tensión, de silencios. En ese contacto había más que deseo: había alivio, promesa y dolor. Era la pausa en mitad del abismo.
Catalina sintió un nudo en el pecho. No era celos ni sorpresa. Era reconocimiento. Ella sabía lo que era eso. Sabía cómo podía doler necesitar a alguien y no poder tocarlo.
Logan desvió la vista, respetuoso. Pero su mandíbula se contrajo. Estaba viendo algo que confirmaba una verdad incómoda: no eran los únicos cruzando límites.
Tosió. Una vez, seca, medida. No fue accidental.
Las dos figuras se separaron de inmediato. Aelia giró, alarmada. Pietro dio un paso hacia adelante, instintivamente protector.
—¿Quién está ahí? —preguntó Aelia, con la voz más firme de lo que esperaba.
Catalina se incorporó despacio, dejando que su silueta emergiera de entre los pilares.
—Tranquilos —dijo—. Somos nosotros.
Aelia soltó el aire. Pietro bajó la guardia, aunque no del todo. Logan dio un paso al frente, pero no habló.
—¿Están bien? —preguntó Pietro, acercándose un poco—. Creímos que habían salido por la entrada trasera.
—Nigro nos indicó esa ruta —dijo Catalina, con tono neutro—. Pero Logan no confió.
—Con razón —murmuró Pietro.
—Nos siguieron —añadió Logan, finalmente—. Al menos tres hombres. Uno llevaba un arma. Preferí traerla aquí antes de arriesgarla a caer en una trampa.
Pietro asintió con gravedad.
—La Guardia no logró contener del todo la situación. Hay fuego en las gradas altas. Si la estructura colapsa...
—Lo sé —interrumpió Logan—. Pero aquí abajo no hay salidas seguras. Estamos atrapados por ahora.
Aelia miró alrededor. El lugar olía a humedad antigua, y las sombras parecían cambiar de forma con cada latido del fuego lejano. All menos, por el momento, estaban fuera del alcance de quienes los perseguían.
—¿Qué haremos? —preguntó.
—Esperar —dijo Logan, firme—. Y escuchar. Cuando el ruido disminuya, nos moveremos. No antes.
Ninguno hablaba de lo que había visto. Ni de lo que sentía. Solo el fuego, respirando como una bestia lejana, parecía tener voz.
Catalina bajó la mirada. Se dio cuenta de que aún sostenía la mano de Logan. No recordaba haberla soltado desde que lo tomó afuera del Coliseo. Y no quiso hacerlo ahora.
Aelia se apoyó contra la pared, visiblemente tensa. Pietro no se separó de ella. Sus hombros se tocaban apenas, pero era suficiente.
Cuatro. Cuatro que ya no podían fingir que todo seguía igual.
Cuatro que habían aprendido a amar en silencio… y a sobrevivir en la oscuridad.
El humo llegaba en ráfagas densas, colándose por los corredores del hipogeo como si el mismísimo infierno reclamara al Coliseo. Logan sintió cómo le ardían los pulmones con cada inhalación. El calor comenzaba a filtrarse entre las piedras, y los crujidos del techo advertían que no podían quedarse ahí mucho más.
Catalina, Aelia y Pietro estaban junto a él, los rostros tensos, las túnicas aún intactas, demasiado blancas para desaparecer entre la multitud que aguardaba afuera. Logan evaluó la situación en segundos. Cualquier salida que implicara cruzar la plaza era un riesgo. Las vestales serían reconocidas de inmediato, incluso entre el caos. Y eso las convertiría en blanco fácil.
—Tenemos que ensuciarnos —dijo con voz ronca, como si el fuego ya le hubiera secado la garganta—. Y rápido.
Se agachó junto a un pedazo de viga carbonizada que había caído hacía poco. Aún humeaba por un extremo, pero la parte inferior, empapada por la humedad del subsuelo, soltaba un hollín denso y oscuro. Tomó un trapo rasgado de su chaqueta y lo frotó contra la madera. Luego, sin dudar, manchó su propio rostro y brazos. La chaqueta del uniforme comenzó a pesarle con el calor, así que se la quitó y la anudó en la cintura. Bajo ella, la camisa blanca no tenía insignias.