El sonido del agua marcaba el ritmo del encierro. Un goteo persistente, húmedo, como si el tiempo mismo se deshiciera gota a gota sobre la piedra.
Livia colgaba del techo, suspendida por las muñecas. Las cadenas metálicas, firmes y pesadas, la obligaban a mantener los brazos estirados sobre la cabeza. Sus pies rozaban el suelo, pero no lo sostenían. La túnica blanca —sucia, arrugada, con jirones oscuros en el dobladillo— apenas cubría sus piernas. El cabello enmarañado le tapaba parte del rostro. La luz, un único foco blanco justo encima, le cegaba la vista hacia el frente.
La puerta se abrió.
No hubo gritos. No hubo pasos apresurados. Solo un chirrido prolongado, seguido del sonido leve de sandalias deslizándose por el suelo de piedra. Alguien entraba. Alguien que no tenía prisa.
Una figura se detuvo frente a ella.
Encapuchada.
Oscura.
Noctem.
Sin decir una palabra, arrastró una silla de hierro desde una esquina de la sala. El sonido metálico rasgó el silencio. La colocó justo frente a Livia y se sentó con lentitud, cruzando una pierna sobre la otra con calma estudiada.
Durante un instante, no hubo más que silencio.
Entonces, Noctem bajó lentamente la capucha. No lo suficiente para revelar el rostro, pero sí lo necesario para dejar ver parte de su mandíbula, el borde de su cuello, cicatrices pálidas que serpenteaban como raíces quemadas. Luego, uno por uno, se quitó los guantes.
Primero el derecho.
Luego el izquierdo.
Las manos desnudas, marcadas por quemaduras viejas y profundas, temblaron apenas cuando las posó sobre las rodillas.
—Tú eres la culpable de mi condena, Livia —dijo al fin, con voz rasposa pero clara, como si cada palabra hubiera sido ensayada mil veces—. Querías ser yo. Pero nunca tuviste lo necesario. Tan obediente. Tan mediocre. Nos delataste. Quisiste mi lugar... y a cambio pediste el alma de mi hija.
Livia intentó enfocar. El rostro de la mujer seguía oculto por la luz que la apuntaba desde arriba, pero la voz… la voz le heló la sangre.
Un segundo de reconocimiento.
Y luego, una sonrisa amarga.
—Isabella…
El nombre flotó como veneno en el aire.
Noctem no lo negó.
—Tu pecado te condenó. Y va a condenarla a ella también. Yo no tuve que hacer nada. Lo hiciste tú solita. Bueno… con ayuda de tu escolta personal., Sebastián.
El golpe fue directo. Livia entrecerró los ojos. Respiraba con dificultad, pero aún tenía voz.
—Catalina... —murmuró—. La diferencia es que a ella sí la van a recordar. Ella cambiará el curso de la historia Romana.
Noctem se quedó inmóvil unos segundos. Luego se inclinó hacia adelante, lo suficiente como para que Livia viera por fin una fracción de su rostro: la línea de su pómulo, la sombra de un ojo rodeado de cicatrices, la comisura de la boca aún marcada por antiguas quemaduras.
—Más fuerte que tú. Más pura. Más humana. Pero va a arder igual que nosotras —susurró.
Se puso de pie con lentitud.
Volvió a ponerse los guantes, uno a uno, sin apuro.
Se acercó a Livia, la observó unos segundos más y extendió la mano. La posó sobre su hombro, firme, le besó la mejilla como si sellara una sentencia.
—Ya nadie viene a salvarte, domina.
Luego se giró. Caminó hacia la puerta sin mirar atrás.
La dejó sola.
El sonido del cerrojo al cerrarse fue más violento que todo lo anterior.
El goteo continuó. Igual de implacable.
***
El salón de crisis en el Palacio Flaminio era un hervidero de informes contradictorios, pantallas encendidas y operadores al borde del colapso. En el centro, Lucian Marce observaba en silencio la información que fluía frente a él, con los brazos cruzados y el ceño profundamente fruncido.
Una notificación apareció en su terminal personal. “Nigro Visconti solicita comunicación directa. Asunto: colaboración urgente”.
Lucian tardó unos segundos antes de aceptar. La imagen de Nigro apareció en la pantalla: impecable, con su usual compostura y el escudo de la familia a sus espaldas. Su expresión era grave, pero no teatral.
—Prefecto Marce —saludó con una leve inclinación de cabeza—. No me tomaría esta libertad si no fuera estrictamente necesario.
Lucian mantuvo la voz neutra, sin mostrar de inmediato su postura.
—Lo escucho, señor Visconti.
—Tengo acceso a recursos que podrían resultar útiles en este momento. Vehículos blindados, tecnología de rastreo, redes de drones privados y personal de seguridad con experiencia en zonas de conflicto. Están a su disposición. Sin condiciones.
Lucian lo observó con detenimiento.
—¿Y qué ganaría usted con esta colaboración?
Nigro no titubeó.
—Roma. Estabilidad. No soy tan estúpido como para pensar que el caos me beneficia. Si esta ciudad arde, todos nos quemamos, incluso yo. Además… —inclinó apenas el rostro—, a diferencia de algunos miembros de mi familia, yo no comparto vínculos con sectas ni simpatías por el fanatismo.
Lucian no respondió de inmediato. Desvió la vista hacia una de las pantallas, donde aún se reproducían imágenes del Coliseo en llamas, las calles cubiertas de humo, los informes de la desaparición de una vestal.
Volvió a mirar a Nigro.
—Su expediente siempre ha sido… limpio. Impecable, incluso. Pero entenderá que aún así, me cueste confiar del todo.
—Lo entiendo —dijo Nigro, sin perder la calma—. Por eso dejo la decisión en sus manos. Le enviaré una lista detallada de los recursos disponibles. Usted decidirá si usarlos o no. Solo le pido una cosa.
Lucian enarcó una ceja.
—Transparencia. Que me mantenga al tanto. No de todo, por supuesto, pero de lo que afecte directamente a la seguridad de los bienes privados.
Lucian asintió, apenas. Había algo en la manera de hablar de Nigro que no buscaba agradar ni manipular, sino establecer un pacto tácito de utilidad mutua. Y eso, en ese momento, valía más que cualquier lealtad declarada.