Fuego y sangre

Capitulo 25 - La despedida

El Atrium Vestae había sido siempre un lugar de orden y perpetuidad. Allí no cambiaban las estaciones ni el ritmo de los días. El mármol parecía inmune al paso del tiempo, las columnas respiraban la quietud de los siglos, y el fuego sagrado ardía con la misma serenidad que en los tiempos de las primeras vestales. Pero aquel amanecer algo era distinto. Las sombras eran más largas. El aire, más pesado. Como si la historia misma hubiera contenido el aliento.

Después de cuatro días de aislamiento y silencio impuesto, Catalina y Aelia cruzaron nuevamente el umbral del templo. Caminaban con paso firme, pero sus túnicas ya no parecían símbolos de pureza, sino de resistencia. La piel bajo la tela estaba marcada por moretones, por humo, por miedo. El cuerpo que cargaban ya no era el mismo que había salido de allí días antes.

Logan y Pietro las acompañaban a corta distancia. No hablaban. Sabían que el templo no los reconocía como parte de su interior, no hasta que las vestales fueran declaradas formalmente “puras” de nuevo. El deber y la desconfianza los habían dejado del otro lado de una frontera invisible.

Catalina se detuvo apenas al cruzar el umbral. Cerró los ojos. Sintió el olor familiar a incienso y aceite de laurel. Escuchó el susurro del viento en las galerías. Por un segundo, creyó que todo había sido un mal sueño. Pero al abrir los ojos y ver a Aelia, pálida y delgada, supo que no era así.

Las escoltó una sacerdotisa menor hasta los baños. El procedimiento era claro. Antes de cualquier reintegración formal, antes incluso del duelo, las vestales debían ser purificadas. Y examinadas.

***

Las manos de Catalina temblaban mientras sostenía la túnica que debía vestirse tras el baño ceremonial. El vapor llenaba la sala, denso y caliente, pero no lograba disolver la opresión en su pecho. Las mujeres que las atendían no hablaban. No preguntaban. Solo se movían como autómatas entrenadas.

Luego vino el examen médico. Clínico. Frío. Una médica y dos funcionarias del Collegium Vestae. Aelia pasó primero. Catalina escuchó los pasos, las instrucciones, la fricción de la tela. No miró. No habló.

Su turno llegó sin preámbulo.

Se tendió sobre la camilla con una resignación que no era sumisión, sino determinación. No pidió que fueran breves. No pidió que confiaran en ella. Porque ya sabía que no lo harían.

Nadie confía en una vestal que huye del fuego con un guardia. Aunque lo haga para no perecer.

***

Cuando regresaron a sus habitaciones, el templo seguía en silencio. Las otras vestales no habían sido autorizadas a verlas. Había murmullos, sin duda, tras las columnas, tras los tapices, en los corredores. Pero a ellas solo las esperaba el eco.

Catalina se sentó sobre su lecho, sin desvestirse. Aelia no se acostó. Caminaba en círculos, como una loba enjaulada.

—¿Y ahora? —preguntó al fin.

—Ahora empieza el funeral —dijo Catalina, sin levantar la voz.

***

Los preparativos se desarrollaban con una eficiencia impecable. No por respeto, sino por urgencia. Roma estaba sumida en el caos. La ciudadanía exigía respuestas. El Senado exigía control. Y la única forma de demostrarlo era con una ceremonia perfecta, cargada de símbolos.

El cuerpo de Livia había sido tratado con esmero. Aseado, purificado, vestido con la túnica ritual. Catalina no quiso ver el momento en que lo trasladaban al sanctasanctórum, pero sí fue a su encuentro cuando estuvo listo.

Entró sola en la cámara funeraria. La losa de piedra parecía más grande con el cuerpo de su hermana vestal tendido sobre ella. Livia no parecía dormida. No parecía en paz. Su rostro, tenía una expresión neutra que Catalina no le reconocía.

Se arrodilló.

—No te despediste —murmuró—. Pero has dejado una marca en mí que no se borrará.

Apoyó la frente en la piedra. No lloró. No aún. Aún no.

***

En otro sector del templo, los custodios permanecían en silencio. Aún no se les permitía acercarse. Logan miraba la puerta por la que Catalina había desaparecido, como si pudiera leer detrás de ella. Pietro se frotaba las sienes.

—¿Cuánto más debemos soportar? —preguntó, como al aire.

Logan no respondió.

—¿Creés que sabían lo que nos harían? —insistió Pietro—. ¿Que sabían que nos apartarían apenas regresaran?

—Es el precio —dijo Logan—. El precio por no haberlas traído antes.

Pietro frunció el ceño, pero no replicó.

En el templo, el fuego seguía ardiendo. El mundo alrededor ya no era el mismo.

El despacho de Lucian Marce estaba en penumbra, iluminado apenas por la luz blanca que se filtraba entre las persianas. Logan y Pietro se mantenían de pie frente a su superior, sin uniforme, sin armas, pero con la misma rigidez que en cualquier acto oficial.

Lucian los observó en silencio por unos segundos, como si buscara leer algo más allá de sus rostros agotados.

—La semana libre —dijo al fin—. Es una orden, no una sugerencia.

Pietro apretó los labios. No era hombre de objeciones, pero tampoco de pausas. Iba a replicar, pero Lucian lo interrumpió antes de que pudiera decir algo.

—No es un castigo. Es una necesidad. Necesitamos que estén lúcidos cuando regresen. Lo que viene... será más difícil que lo que dejamos atrás.

Logan no dijo nada. Solo asintió.

Lucian se levantó con lentitud y se acercó a ellos. Su mirada se suavizó apenas.

—Mientras estén fuera, se celebrará el funeral de Livia. Será una ceremonia privada en las afueras de la ciudad. El Pontifex Maximus, una delegación del Senado y la familia directa.

Pietro tensó la mandíbula. Él había sido su custodia, aunque fuera por poco tiempo. Que no lo dejaran asistir, dolía.

—No hay lugar para ustedes en esa sala —continuó Lucian, sin dureza, pero con claridad—. Y no quiero exponerlos más de lo necesario. A su regreso serán oficialmente condecorados. El informe que presentaron fue exhaustivo, y sus acciones han sido valoradas por el Collegium y la Guardia.




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