Una semana.
Para cualquier otro, una semana de descanso podía parecer un regalo.
Para ellos fue una condena.
Logan y Pietro habían vagado por los pasillos del hotel como sombras de sí mismos. Comían cuando Elaine insistía. Dormían cuando el cansancio los vencía. Habían cruzado apenas algunas palabras con Marco, quien también se encontraba en aislamiento médico tras el operativo. Pero lo esencial se mantuvo encapsulado en el silencio: el recuerdo del fuego, el peso del fracaso y el nombre que no podían pronunciar en voz alta.
Catalina.
Aelia.
Las habían dejado en el templo. No por elección, sino por mandato. Y la distancia, aunque temporal, dolía como si fuera definitiva.
La mañana de la ceremonia, Roma amaneció bajo un cielo denso, sin sol ni tormenta. Como si el día no supiera en qué dirección inclinarse.
El Senado se reunió en sesión extraordinaria en la Curia Hostilia, ahora reacondicionada como sala solemne. No había prensa ni multitudes. Pero sí poder. Los escudos de la República brillaban en los muros junto a las insignias de la Guardia. En el centro, una tarima modesta elevaba a los oradores: Lucian Marce, el Pontifex Maximus, y una delegación especial del Collegium Vestae.
Catalina y Aelia no asistirían.
La decisión había sido tomada en conjunto por Occia, el Pontifex y el propio Senado. Alegaron razones de seguridad, pero a nadie se le escapó el motivo real: la opinión pública no perdonaba a las vestales que rompían el cerco del deber. Aunque no lo hubieran hecho. Aunque solo hubieran sobrevivido.
Cuando el prefecto Marce subió al estrado, su expresión era dura. Había leído todos los informes, había recorrido los túneles bajo el Coliseo, había visto las grabaciones y escuchado los comunicados. Pero sabía que lo más importante no estaba allí. Lo llevaba Logan en los hombros, Pietro en la mirada. Lo que habían visto. Lo que habían hecho.
—La Guardia Vestal existe para proteger el alma de la república —comenzó—. Hoy reconocemos a dos hombres que, al proteger ese símbolo, protegieron algo más profundo: la idea misma de que esta República aún puede sostenerse sobre el sacrificio, no sobre el cinismo.
Silencio.
Ni exageración ni lirismo. Solo verdad.
—Ambos pusieron sus cuerpos entre el caos y el deber. Ambos arriesgaron la vida no por orden, sino por convicción. Y por eso hoy, en nombre del Senado, el Pontifex, y el pueblo romano… les rendimos honor.
El Pontifex se adelantó con pasos solemnes. Su túnica blanca arrastraba una leve estela sobre el mármol.
Primero a Pietro.
—Por tu temple. Por tu entrega. Por permanecer de pie en el corazón del miedo.
Le colocó sobre el pecho la medalla de oro blanco, grabada con el sello de Vesta rodeado de laureles. Los padres de Pietro, en primera fila, se pusieron de pie. Su madre se cubrió la boca. Su padre bajó la cabeza, visiblemente conmovido.
Pietro no los miró. No por frialdad. Sino porque, si lo hacía, habría derramado todo lo que no podía expresar. Estaba ahí, condecorado por Roma… pero su corazón seguía atado al templo, donde una mujer caminaba por los pasillos como una sombra que él no podía tocar.
Luego, Logan.
—Por tu valor más allá del deber —dijo el Pontifex—. Por correr hacia el peligro, por cubrir con tu cuerpo a quien sostiene la llama. Y por no abandonar.
Logan no respondió. Solo recibió la medalla con un gesto leve de respeto. Era una pieza ligera. Y sin embargo, pesaba más que cualquier herida. Pesaba más que todo el entrenamiento.
Porque no estaba Catalina.
Porque no podía tomar su mano frente a todos.
Porque el silencio de la ausencia gritaba más fuerte que los aplausos contenidos.
Elaine Sharp estaba sentada al fondo. No era su estilo estar en primera fila, pero su presencia se sentía como una muralla. Tenía la barbilla en alto y los ojos humedecidos. Cuando su hijo bajó del estrado, asintió apenas. Un gesto mínimo. Y suficiente.
La ceremonia concluyó sin estridencias. Los discursos fueron medidos. La entrega de medallas, breve. No hubo abrazos ni celebraciones. Ni siquiera música.
Porque, en el fondo, todos sabían que no era un día de victoria.
Era un día de tregua.
Un instante para honrar a quienes habían enfrentado la oscuridad… y habían sobrevivido, aunque no intactos.
Al salir, Pietro caminó en silencio junto a Logan.
—¿Así se siente ser un héroe? —murmuró, sin burla.
—Se siente vacío —respondió Logan—. Como estar en la cima… sin la persona con quien querías llegar.
Pietro asintió. Se detuvo a mirar su medalla.
—Preferiría su mano —dijo, casi para sí.
—Resultaste ser muy sentimental —bromeó Logan.
Y siguieron caminando, con el oro sobre el pecho y el vacío en las manos.
Lucian Marce regresó al estrado una última vez. Su voz resonó con sobriedad en la cámara:
—Antes de concluir esta ceremonia, el Senado desea expresar su especial agradecimiento a quien, sin portar uniforme ni rango oficial, colaboró decisivamente en los días más oscuros de esta crisis.
Pausó, con respeto.
—Elaine Sharp. Ciudadana extranjera, madre de uno de nuestros mejores oficiales, y testigo directa del peligro que enfrentamos. Su temple, su discreción y su claridad fueron fundamentales para preservar la vida de las vestales.
Algunos rostros se giraron hacia la mujer de cabello recogido que permanecía sentada al fondo. Elaine no sonreía. Mantenía las manos cruzadas sobre el regazo, con la dignidad tranquila de quien no pide reconocimiento alguno.
No se levantó. No lo necesitaba. Su sola presencia, tan ajena a los ritos del Senado, hablaba por sí sola.
Logan la observó desde su lugar con un leve asentimiento. No fue una sonrisa. Fue algo más hondo. Un agradecimiento sin palabras, entre madre e hijo, entre quienes comparten la carga de haber visto demasiado.
Lucian concluyó con las palabras habituales: