Fuego y sangre

Capitulo 27 -

Unos meses después de la condecoración.

El templo en Palermo era pequeño, de piedra clara y jardines bien cuidados. Apenas unos peregrinos cruzaban su pórtico cada día, casi siempre ancianos que venían más por costumbre que por fe. Allí no había fuego sagrado, ni cámaras, ni comitivas. Solo una sacerdotisa de setenta años que hablaba poco, caminaba lento, y que —según Pietro— tenía “más pliegues en la cara que la masa de hojaldre”.

Logan se lo recordó esa mañana, mientras barrían juntos el patio interior. Pietro, con la escoba al hombro, resopló y le respondió:

—No me mires así, es una observación técnica. Y además, tiene carácter. Nos gruñe por todo, pero ayer dejó un pastel en la puerta. Frambuesa.

—Eso es una amenaza —dijo Logan, con una sonrisa leve—. Te está diciendo que puede hacerte engordar si no haces lo que ella dice.

Era temprano. El aire de la costa traía un frescor salado que contrastaba con el calor que vendría después. En la fuente, las palomas picoteaban sin apuro. Logan se detuvo a mirarlas un instante. Luego se agachó para recoger una ramita seca del suelo.

—Nunca pensé que terminaríamos en un lugar así —dijo en voz baja.

—¿Te molesta?

—No. Me cuesta creerlo. Eso es todo.

Pietro se apoyó en el borde del pozo. Su sombra se proyectaba larga sobre las baldosas.

—La vida después del Coliseo. Nadie te entrena para eso.

Logan asintió. Había pasado casi un año. Un año sin órdenes urgentes. Sin explosiones. Sin temblores en la voz de Catalina. Sin tener que mirar a los ojos de Pietro sabiendo que tal vez no saldrían vivos. Un año en el que por fin habían dormido ocho horas seguidas. A veces.

El templo les asignó una pequeña casa adyacente, con dos dormitorios, una cocina simple y una terraza desde la cual se veía el mar. Por las tardes, Pietro salía a correr. Logan tomaba fotografías. El pueblo ya los conocía: “los romanos”. Sabían que no eran sacerdotes, y no preguntaban demasiado.

Una mañana, mientras regresaban de la panadería, una niña de unos siete años los detuvo en la calle. Llevaba un gato envuelto en una manta desteñida, con la cara seria y los ojos brillantes de preocupación.

—¿Ustedes cuidan a la sacerdotisa? —preguntó.

—A veces —respondió Pietro, bajando la bolsa de pan.

—Mi gato está enfermo. Se llama Tito. No quiere comer. ¿Pueden bendecirlo?

Logan abrió la boca para explicar que no tenían autoridad para eso, pero Pietro ya se había agachado frente a la niña, con la solemnidad de un centurión en acto ceremonial.

—¿Puedo verlo?

Ella asintió, y desplegó con cuidado la manta. El gato, flaco y desganado, apenas abrió un ojo. Pietro apoyó una mano sobre su pequeña cabeza, cerró los ojos un segundo y murmuró algo en latín, nada oficial, solo palabras suaves que usaba su madre cuando él tenía fiebre de niño.

La niña lo observaba con devoción.

—Ya está —dijo Pietro, al terminar—. Pero esta noche caliéntale leche con un poco de miel. Y ponle una manta cerca de tu cama.

—¿Eso también es parte de la bendición?

—Es la mejor parte —dijo Pietro, guiñándole un ojo.

Logan había capturado todo con su cámara, sin decir nada. Después, mientras caminaban de regreso, revisó la imagen: la niña con la manta en brazos, los ojos grandes, el gato dormido como si no pesara más que una pluma.

—Creo que esa foto me va a doler dentro de unos años —dijo Logan.

—¿Por qué?

—Porque me va a recordar que una vez tuvimos algo parecido a la paz.

Pietro no respondió. Solo siguió caminando, con el pan bajo el brazo, el sol en la espalda, y el ruido suave del mar más cerca que los recuerdos de Roma.

El cielo de Palermo ardía en tonos rosados cuando comenzaron a preparar la cena. Pietro picaba cebolla con precisión casi quirúrgica, midiendo cada trozo, mientras Logan removía la salsa con gesto distraído. La cocina era pequeña, de paredes color crema y ventanales abiertos al patio. Una brisa tibia traía el olor de los jazmines que trepaban por la verja del jardín.

El televisor, encendido sobre una repisa alta, transmitía las noticias con volumen bajo. Era parte de su rutina. Todas las noches, a la misma hora, los dos se sentaban frente a la pantalla como quien espera una señal, una imagen, una palabra. No hablaban de ello, pero ambos sabían que buscaban lo mismo.

Esa noche, el tono de los presentadores sonaba más tenso de lo habitual. Pietro lo notó primero.

—Sube el volumen —pidió sin dejar de cortar.

Logan limpió sus manos con un trapo y tomó el control remoto. En la pantalla apareció la fachada del Senado, rodeada de cámaras y banderas. Un reportero hablaba en directo.

“...tras casi un año de deliberaciones, el Senado ha decidido retomar el debate sobre lo que la prensa ha bautizado como la Ley Vestal. La reforma contempla, entre otros puntos, el límite de edad para el ingreso al Collegium, la duración del servicio sacerdotal, y las condiciones bajo las cuales una vestal podría abandonar su cargo sin penalización...”

Pietro soltó el cuchillo. La cebolla quedó a medio cortar sobre la tabla.

“...la ausencia de una nueva elección para reemplazar a la fallecida vestal Livia ha generado presiones internas. Algunos senadores consideran riesgoso mantener la vacante; otros sostienen que elegir ahora a una niña tan pequeña sin su consentimiento pleno es volver a prácticas arcaicas…”

Las imágenes cambiaron. Aparecieron secuencias de archivo: Catalina caminando entre columnas, Aelia en una ceremonia con una corona de flores, ambas escoltadas por hombres que no eran ellos.

Logan se sentó sin decir palabra, la cuchara aún en la mano.

—¿Cuándo fue la última vez que mostraron a Catalina? —preguntó.

—Hace meses. Fue en un acto conmemorativo por la muerte de Livia. Nadie dijo en qué lugar estaba.

“...la senadora Tullia Marcenio ha insistido en la necesidad de revisar los mecanismos de ingreso y salida del sacerdocio. ‘El voto sagrado no puede convertirse en una condena vitalicia’, afirmó esta mañana…”




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