Fuego y sangre

Capitulo 29 - La noche y el amanecer

La luz del mediodía atravesaba los ventanales del Senado, tiñendo de ámbar los mármoles pulidos y las togas inmaculadas. Una cámara giratoria, suspendida sobre el centro del recinto, transmitía en directo a miles de dispositivos repartidos por toda Roma. En la pantalla superior se alternaban primeros planos de los senadores, gráficos estadísticos y el título vibrante de la jornada:

“Reforma a la Ley Vestal – Debate Público, Día 1”

En el estrado, la senadora Tullia Marcenio se inclinó ligeramente hacia el micrófono, los ojos centelleantes, la postura erguida como una lanza.

—Esta ley tiene siglos, señorías. Siglos. Nació cuando la mujer no era ciudadana, cuando se le exigía pureza, silencio y obediencia. ¿Cómo podemos defenderla hoy, cuando afirmamos vivir en una república moderna? —Su voz, templada pero firme, resonó con una claridad que desarmaba—. No hablo de abolir la tradición, sino de humanizarla. El cuerpo de una niña no debe ser la moneda con la que pagamos estabilidad.

Un leve murmullo cruzó las bancadas. En los rostros se mezclaban incomodidad, admiración y resistencia. Algunos senadores tecleaban en sus tablets, otros susurraban entre ellos.

Entonces, se levantó el senador Gneo Valerio Rufus. Su toga blanca con ribetes púrpura ondeó al girar con lentitud. Alto, de mandíbula cuadrada y mirada férrea, no necesitaba alzar la voz para dominar la sala.

—Senadora Marcenio —empezó, con la calma del que se cree dueño del tiempo—. Me sorprende la ligereza con la que su discurso pretende arrancar de raíz siglos de equilibrio. Equilibrio logrado gracias al compromiso y la entrega de quienes han entendido que servir es más noble que exigir. Las vestales no son prisioneras, son símbolo.

Tullia no retrocedió.

—¿Símbolo de qué, senador? ¿De la renuncia forzada? ¿De la represión institucionalizada? ¿O de una élite que teme perder el control sobre lo sagrado porque jamás ha tenido que vivirlo?

Rufus alzó las cejas, sin inmutarse.

—De la permanencia. Usted y yo sabemos que los símbolos sostienen más que palabras. Si le quitamos a este pueblo aquello en lo que ha creído durante generaciones, ¿con qué lo reemplazaremos? ¿Con emociones? ¿Con discursos? ¿Con la idea de una libertad individual que solo genera fragmentación?

—Yo hablo de derechos —replicó ella con tono cortante—. De niñas de trece años que son obligadas a firmar un juramento que no entienden. ¿Cuántas de ellas han tenido opción? ¿Cuántas realmente eligieron esa consagración?

—¿Y cuántas se han quejado? —respondió él con dureza—. No puede legislarse desde la excepción. Ni siquiera tenemos testimonios que prueben esa supuesta opresión de la que habla. Esto no es una cruzada emocional. Es una ley. Y la ley exige pruebas.

—¿Qué prueba más necesita que el silencio absoluto de todas las vestales? ¿No le resulta sospechoso que nunca hablen, nunca escriban, nunca se les escuche? —Su tono subió apenas, sin perder el control—. Su silencio no es respeto, senador. Es censura.

Una exclamación ahogada cruzó la sala. Los asistentes en las galerías intercambiaban miradas tensas. Desde sus escaños, varios senadores comenzaban a alinear posturas, ya sea con sutiles asentimientos o miradas esquivas.

—Usted propone abrir una puerta que no podrá cerrar —dijo Rufus, su voz como un muro—. Una reforma así sentará un precedente. Si las vestales pueden romper su juramento, ¿quién será el siguiente? ¿Los jueces? ¿Los soldados? ¿El Senado mismo? No se equivoque: su “progreso” no es más que una rendición.

—Y su tradición no es más que miedo disfrazado de virtud —respondió ella sin pestañear—. Este es el momento de decidir si vamos a seguir actuando como si las mujeres fueran propiedad del Estado o si, al fin, las veremos como ciudadanas plenas.

El silencio fue total. Solo se escuchaba el zumbido sutil de la cámara flotando sobre ellos. Rufus la miró durante un largo instante. No dijo más. Se sentó con un movimiento contenido, sin apartar la mirada de su oponente.

Tullia permaneció de pie unos segundos más. Luego bajó lentamente del estrado. El murmullo volvió a crecer, como una marea que se contenía durante demasiado tiempo.

***

La luz azulada de la pantalla iluminaba el rostro parcialmente cubierto de Noctem, sentado frente a varios monitores en una habitación oscura. Un enjambre de cables cruzaba el suelo como raíces vivas, conectando servidores, cámaras y terminales cifradas. Afuera, la ciudad vibraba, ajena a su presencia.

Observaba el debate sin pestañear. Sus dedos tamborileaban sobre la mesa mientras la cámara enfocaba a Tullia Marcenio, aún descendiendo del estrado.

—Finalmente, alguien se atreve a decirlo —murmuró, para sí misma.

Una línea de código apareció sobre el video, una superposición discreta que solo su red podía ver. Datos cruzaban la pantalla: nombres, fechas, movimientos. Todo registrado.

La transmisión seguía. Y Noctem no tenía intención de apartar la vista.

El sonido apagado del debate seguía resonando en la pantalla frente a ella. Los ecos de las palabras de Tullia Marcenio aún vibraban en los muros de la pequeña habitación subterránea, donde el polvo se acumulaba entre documentos, cables y sombras. La estancia no tenía ventanas. Solo un tragaluz angosto dejaba filtrar una línea de luz gris que moría antes de llegar al suelo.

Isabella —Noctem, para el mundo que la creía extinguida— se mantenía inmóvil frente al monitor. Su rostro, velado por la capucha, reflejaba una calma helada. Las manos, protegidas por guantes negros, descansaban en su regazo. Nadie que la viera podría sospechar el fuego que bullía bajo su piel marcada por antiguas llamas. Cada cicatriz era un recuerdo. Cada silencio, una promesa.

La puerta se abrió sin previo aviso.

—Llegas tarde —murmuró sin volverse.

El hombre que entró no pidió permiso ni disculpas. Alto, de traje oscuro y actitud prepotente, sostenía una carpeta bajo el brazo. Al llegar a la mesa, la dejó caer con un golpe seco. La carpeta se deslizó ligeramente hasta detenerse cerca de ella.




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