La habitación estaba impregnada de una calma tensa. La tela blanca de la túnica ceremonial caía con suavidad sobre los brazos de Catalina mientras la asistente ajustaba los pliegues finales. Cada nudo, cada broche, cada detalle estaba medido con precisión, como si ese ritual de vestirla pudiera contener todo lo que estaba por desbordarse.
Catalina no hablaba. No era necesario. Había aprendido a moverse entre silencios. Su rostro, sereno, no delataba el torbellino bajo la piel. A un lado, la diadema de oro esperaba aún sobre la mesa, junto a la fíbula de la Casa del Fuego. La asistente extendió las manos con respeto.
—¿Está lista, domina?
Catalina asintió una sola vez.
Cuando cruzó el pasillo hacia la entrada, el mármol bajo sus pies resonó suave, pero firme. El murmullo lejano de la ciudad en fiestas llegaba filtrado, como una promesa suspendida.
Los autos oficiales aguardaban alineados frente al pórtico. Lucio se mantenía junto al vehículo que les correspondía. Erguido. Silencioso. Era un custodio fiel, imperturbable, incapaz de romper el protocolo con palabras que no fueran necesarias. Catalina sabía que no habría charla. Tampoco la esperaba.
Pero entonces lo vio.
Logan.
De pie junto al auto que escoltaría a Alessia, enfundado en el uniforme negro impecable de la Guardia. No se movió. No dijo nada. Pero sus ojos la buscaron como si llevaran meses entrenados solo para eso.
Catalina se detuvo un instante. El tiempo no se rompió, pero se tensó.
Desde aquel beso en el hotel, desde aquella noche en que el fuego no fue lo más peligroso que ardía en Roma… no se habían tocado.
Y sin embargo, bastó una mirada.
No había contacto. No podía haberlo. No frente a los otros. No frente a la ciudad.
Pero sus cuerpos hablaban con la urgencia de todo lo contenido. Con la necesidad agazapada. Con el deseo que no había encontrado salida, que no necesitaba palabras.
Catalina desvió la vista con el control exacto que solo una vestal podía fingir. Caminó hacia el auto. Lucio le abrió la puerta con un gesto marcial. Ella subió sin un solo temblor visible.
Pero por dentro, cada fibra reconocía lo inevitable.
Logan no volvió a mirarla.
No necesitaba hacerlo.
La puerta se cerró tras Catalina con un clic seco. Lucio rodeó el vehículo y tomó su puesto al volante sin decir palabra. La caravana comenzó a moverse con precisión coreografiada.
Logan no la miró partir.
Pero sus manos tardaron medio segundo más de lo normal en abrir la puerta del auto siguiente.
Subió detrás de Alessia sin alterar el ritmo, sin mostrar que el pulso se le había disparado por una simple mirada.
El interior del vehículo olía al perfume de Alessia y cuero nuevo. Alessia se acomodó con la gracia medida de una vestal veterana. No era joven, pero tampoco débil. Su presencia imponía sin necesidad de levantar la voz.
Durante varios segundos no se dijeron nada.
La vestal mantenía la espalda recta, la túnica perfectamente dispuesta sobre las piernas.
Siendo una de las vestales más respetadas de la última generación, cada palabra suya —aunque pocas— llevaba el peso de los años vividos entre fuego sagrado y secretos de Estado.
—Catalina… solía despertarse antes del alba cuando tú no estabas en Roma —murmuró, mirando por la ventanilla mientras hablaba, como si conversara con la ciudad misma—. Bajaba sola al jardín de laureles. Iba descalza, incluso cuando el suelo estaba helado.
Logan no giró la cabeza, pero sus ojos se entornaron apenas.
—Le decía que no podía exponerse así, que debía descansar —continuó Alessia—. Sin embargo ella me respondía que ese jardín era el único lugar donde podía respirar sin que nadie la mirara como… lo que es.
Una pausa breve.
—Cuando llegó también lo hacía. Cuando perdió a su madre —añadió—. Las primeras semanas apenas hablaba. Luego se incorporó a sus deberes. A sus horarios. Pero no era la misma.
El auto giró por una avenida amplia flanqueada de columnas. El ritmo seguía siendo lento, ceremonial, casi solemne.
—Pensé que era por la pérdida de Livia. Todas nos quebramos un poco esa noche. Incluso Aelia. Incluso yo. Aunque en Catalina… había algo distinto. Algo que no encajaba con el duelo.
Logan desvió la mirada hacia el parabrisas delantero. No hablaba, pero su mandíbula marcada tensaba la piel bajo el pómulo.
—No la obligué a contarme. Nunca lo hago, ni lo haré. He aprendido a ver otras cosas… —la voz de Alessia se volvió más suave, más íntima—. Cómo toca el borde de sus mangas cuando se siente culpable. Cómo se queda mirando el altar cuando cree que nadie la observa. Cómo ya no baja por las mañanas al jardín.
Silencio.
Ni siquiera el ruido del motor se imponía.
—No lo sé con certeza —dijo, finalmente, como si hablara consigo misma—. Pero creo que… lo que cambió en ella no fue solo lo que perdió. Hay algo más y creo que te involucra.
Logan desvió apenas el rostro, apenas un milímetro.
No bastó para responder. Pero bastó para delatarse.
Alessia sonrió, imperceptible. No con ironía, sino con ternura. Como quien reconoce un secreto que no necesita ser dicho.
—No temas. No estoy aquí para exponerte —añadió con serenidad—. Tampoco para protegerla de ti.
Las palabras quedaron flotando en el aire. No había acusación en su tono. Solo una certeza antigua, nacida de muchas vigilias, muchas confesiones, muchas generaciones de vestales que, pese a todo, seguían siendo humanas.
—A veces pienso… —continuó ella, esta vez más bajo, más lento— que las reglas que nos hicieron fuertes también nos han debilitado. Y no sé si eso es justo. No todas hemos sido hechas para servir al pueblo.
El auto frenó un instante en una intersección. La gente afuera agitaba pañuelos blancos, aplaudía, lanzaba pétalos.
Logan no se movió. Seguía en silencio, pero su postura ya no era la misma. La rigidez se había vuelto inquietud.