Desde el ventanal, podía verse el reflejo de Roma celebrando: banderas ondeando, pétalos cayendo sobre las avenidas, una multitud congregada frente a las pantallas gigantes que transmitían la ceremonia en directo.
Luca Visconti sostenía una copa de vino, pero no bebía. Observaba la transmisión con los labios apenas curvados. La imagen congelada en la pantalla mostraba justo el momento en que el escolta ayudaba a la vestal a levantarse tras tropezar en los escalones del templo.
—Un perro maldito perro guardián —dijo sin apartar la vista—. Siempre listo para inclinarse a los pies de su ama.
Nigro, sentado en el otro extremo del salón, alzó una ceja sin mucho interés. Llevaba la chaqueta del traje desabrochada, y el nudo de la corbata ligeramente suelto.
—No te comportes como un imbécil —respondió, sin ánimo de entrar en discusión—. Solo está haciendo su trabajo.
—¿Eso te parece trabajo? —replicó Luca, con una risa breve—. ¿Tocarla en público? ¿Provocar una ola de rumores en medio de la festividad más importante del año?
Nigro no respondió de inmediato. Dio un sorbo a su café y dejó la taza sobre la mesa, con más calma de la que sentía.
—No me interesa lo que digan los rumores —dijo al fin—. No es mi asunto.
Luca lo miró de reojo. Fingió asentir. Pero por dentro, hervía.
Claro que no era su asunto. Nigro no entendía cómo se tensaban los hilos del poder. Tenía todo lo necesario para ascender: apellido, presencia, contactos… y aún así insistía en tomar el camino más largo. Más lento. Más torpe.
—En el Senado no hay lugar para idealistas, primo —murmuró Luca, con voz suave—. Mucho menos para los que desperdician las oportunidades que otros matarían por tener.
Nigro lo miró con desconfianza.
—¿A qué te refieres?
Luca sonrió, como si acabara de decir algo irrelevante.
—A que, si fueras inteligente, aprovecharías cualquier acercamiento. Con la vestal. No hay mejor forma de subir escalones. ¿O crees que los votos se consiguen solo con discursos nobles y caridad empresarial?
Nigro entrecerró los ojos. El malestar era evidente, pero no estalló. Nunca lo hacía.
—Ella no es un escalón —dijo en voz baja—. Ni una pieza en un tablero. Y no me interesa usarla. Punto.
Luca sostuvo su sonrisa, como quien escucha a un niño decir que el mundo es justo.
Ingenuo, pensó.
Blando y estúpido.
Pero eso era lo que lo hacía perfecto.
Lo dejaría subir.
Lo empujaría a lo más alto. Lo ayudaría a entrar al Senado con una ovación popular, vestido de blanco, con la imagen de un salvador moderno. Impoluto.
Y cuando todos lo miraran, cuando el pueblo lo amara y el Senado lo temiera... entonces, él lo quitaría de en medio.
No haría falta mancharse las manos. Bastaría con una acusación precisa, una filtración bien sembrada. Una caída elegante. Nigro lo dejaría todo en manos de su “querido primo”, confiado, agradecido... sin saber que le había entregado cada pieza de su legado.
El apellido Visconti volvería a ser sinónimo de poder.
Y Catalina...
Catalina sería el broche perfecto.
La joya que nadie se atrevería a tocar, salvo él.
Logan Sharp podría ser el perro fiel, el muro de carne que protegía a la vestal con celo patético. Pero hasta los perros sabían cuándo agachar la cabeza y dejar paso a un amo más fuerte.
El mundo entero ya olía distinto.
Como cuando estás por probar un manjar largamente esperado.
Y sabes —con cada fibra de tu cuerpo— que nadie podrá arrebatártelo.
—Vamos a hacer historia, primo —dijo entonces, con voz calma, como quien da una bendición—. Ya lo verás. Solo espero que no sea demasiado tarde cuando descubras en qué clase de juego estás metido.
Nigro no respondió. Solo lo miró en silencio, como quien aún quiere creer que el monstruo que tiene enfrente es solo un hombre confundido.
Luca bebió, por fin.
Y el vino le supo a victoria.
***
La madrugada se había instalado sobre el Atrium Vestae con un manto de quietud engañosa.
Las festividades habían terminado hacía horas, pero la calma era solo una ilusión. El viento había comenzado a soplar con más fuerza, levantando ráfagas que hacían temblar las copas de los laureles. Las ramas se mecían con violencia contenida, como si la propia naturaleza presintiera lo que estaba por suceder.
Catalina se deslizó entre las columnas, descalza, sin hacer ruido. La túnica blanca de lino la envolvía como una segunda piel, casi translúcida bajo el cielo turbio. No sabía por qué había bajado al jardín de laureles. Solo sabía que debía estar allí. Una necesidad sorda, urgente, como un llamado que no podía ignorar.
El mármol helado del suelo le caló los pies.
El viento le azotó el rostro.
Y aun así no se detuvo.
Se internó entre los árboles, cruzando el jardín como quien regresa a una herida abierta. Tal vez buscaba respuestas. Tal vez solo un poco de paz. Pero en el fondo sabía la verdad: no estaba buscando algo.
Estaba buscándolo a él.
Y entonces, lo escuchó.
Pasos.
Firmes. Precisos. No era una sacerdotisa. No era una sirvienta.
Catalina contuvo el aliento, agazapada entre los laureles, pero sabía que no servía de nada. Su túnica blanca brillaba con cada movimiento del viento. No podía esconderse. No de él.
—Catalina —dijo la voz.
Y fue como una descarga.
El cuerpo le respondió antes que la mente. Se incorporó torpemente, saliendo entre ramas que se engancharon en la tela y en su pelo. No quiso mirarlo de inmediato. No sabía cómo hacerlo.
Pero ahí estaba él.
Quieto. A unos pasos. Como si también estuviera a punto de huir o de caer de rodillas.
—No es seguro que estés aquí—dijo él, con la voz ronca.
—Tampoco es seguro para ti —respondió ella.
El silencio cayó entre los dos.
No era la primera vez que se veían después del año de separación. Pero sí era la primera vez que estaban a solas. Sin testigos. Sin mandatos. Sin murallas entre ellos.