Fuego y sangre

Capitulo 32 - El precio de la libertad

La noche estaba quieta. El Atrium dormía. Ni el viento, que hacía crujir las copas de los árboles, podía presagiar lo que estaba por romperse.

Y entonces, los gritos.

—¡Déjenlo! ¡No lo toquen, no lo toquen! ¡¡Nooo!!

Catalina se incorporó de golpe. Su corazón no entendía lo que escuchaba, solo que algo se había fracturado en la oscuridad. Salió al pasillo sin pensarlo, con la túnica desacomodada y el aliento atrapado en la garganta. Aelia ya venía corriendo desde el ala contraria. Algunas sirvientas asomaban por las puertas entreabiertas, algunas temblando, otras en completo estado de alerta.

Todos se dirigieron a la entrada del jardín de laureles.

Allí estaba la escena: caótica, dolorosa, inevitable.

Chiara forcejeaba con una furia desgarradora. Un guardia intentaba sujetarla por la cintura, otro le sostenía los brazos, pero ella pataleaba, se revolvía, lanzaba puños como si pudiera cambiar el destino con las manos desnudas.

—¡No me importa! ¡Escúchenme, por favor! ¡Él no me obligó, fui yo! ¡Fui yo! ¡¡Suéltenlo!!

Lucio, sometido en el suelo por una rodilla contra la espalda, mantenía los labios apretados y la mirada alta, buscando a Chiara con desesperación. Tenía el rostro sucio por el polvo, pero los ojos intactos, claros, llenos de una valentía suicida.

—¡Él me salvó! ¡Ustedes no entienden! ¡No entienden nada!

Las sirvientas se agolpaban en los márgenes, horrorizadas. Unas se cubrían sus labios con las manos. Algunas lloraban en silencio. Era una escena que ninguna estaba preparada para presenciar… aunque todas sabían que podía suceder.

Catalina los vio —a Chiara, a Lucio, a los guardias sometiéndolos— y sintió que el mundo se partía.

No por ellos.

Sino por lo que representaban.

Sus ojos buscaron a Logan entre la multitud, y lo encontró. A varios pasos de distancia. De frente. Quieto.

Sus miradas se cruzaron como un impacto sin sonido.

Podríamos haber sido nosotros.

El pensamiento la asaltó. La golpeó con más fuerza que los gritos. Que el escándalo. Que el caos.

Podríamos haber sido tú y yo en el suelo.

Podrían ser Pietro y Aelia los próximos.

Esto no es un incidente… es una advertencia.

Logan dio un paso en su dirección. Catalina también. Era impulso puro. Instinto. Pero Alessia apareció a su lado y le tomó la mano.

—No —susurró, sin brusquedad—. No ahora, domina. No así.

La mano de Alessia era firme y cálida. Catalina tragó saliva. No podía hablar. No debía.

Chiara aún luchaba. Le habían arrancado parte de la túnica, los cabellos estaban desordenados, y gritaba con más rabia que miedo.

—¡¡No somos criminales!! ¡¡No hicimos nada malo!!

Catalina sintió que sus piernas se debilitaban. Alessia la sostuvo y la guió hacia el interior, alejándola de la escena con pasos firmes. Detrás de ellas, los gritos seguían. El sonido de los guardias dando órdenes. El cuerpo de Lucio siendo levantado a la fuerza. Chiara lanzando una última mirada desesperada, buscando su rostro entre los rostros de sus hermanas.

El viento seguía soplando entre los laureles, como si la propia noche presenciara el castigo.

Catalina cruzó la puerta del pasillo sin mirar atrás.

Pero en su mente, la imagen seguía clavada.

Chiara podía haber sido ella.

Y esta vez, el precio había sido cobrado sin misericordia.

***

El estudio de la Gran Vestal estaba sumido en un silencio espeso, casi ceremonial. La única fuente de luz provenía de una lámpara de aceite que proyectaba sombras inciertas sobre las paredes cubiertas de pergaminos, reliquias y símbolos que hablaban de siglos de devoción y vigilancia. La ventana permanecía cerrada. Afuera, el viento nocturno golpeaba contra las contraventanas, pero dentro, todo parecía detenido.

Occia estaba sentada frente a su escritorio, con la espalda recta y las manos posadas sobre una pieza de tela blanca. La vitta de Chiara. La sostenía con una delicadeza que no era afecto, sino respeto por lo irrecuperable. En su mirada, no había tristeza. Solo el peso de una historia que se repetía.

Cuando la puerta se abrió, el silencio se tensó un poco más.

Catalina, Aelia y Alessia entraron entraron sin mirarse. Sin hablar. Sabían a qué venían. Se detuvieron a una distancia prudente, justo frente al escritorio, y se mantuvieron erguidas, en espera.

Occia no las miró de inmediato.

Pasaron varios segundos antes de que se pusiera de pie. Su túnica ceremonial caía en pliegues perfectos, como si ni el paso del tiempo no pudiera perturbarla. Era majestuosa, inflexible. La guardiana de una fe que no admitía fracturas.

—Hoy es un día funesto —dijo finalmente.

Su voz fue baja, contenida, pero cada palabra cayó como una sentencia.

—Una hermana ha caído.

Un leve escalofrío recorrió a las tres vestales. No hicieron ningún movimiento. Pero algo en sus respiraciones cambió.

—No por un descuido —continuó Occia—. No por una enfermedad o un error menor. Cayó… por elección.

Aelia mantenía la mirada fija en un punto invisible frente a ella. Alessia respiraba de forma lenta, profunda. Catalina, en cambio, apretó las manos con más fuerza sobre su túnica. No por culpa. Por un reflejo involuntario de defensa.

Occia tomó la vitta de Chiara y la elevó apenas unos centímetros, como si mostrara la prueba de un delito.

—Veintiún años han pasado desde la última vez.

Ahí estaba.

La grieta en el aire. Un segundo de tensión que no se podía ignorar.

Catalina sintió cómo sus músculos se tensaban. El aire se hizo más denso, más difícil de tragar. No necesitaba que Occia dijera el nombre. No hacía falta. Todas lo recordaban. Todas sabían. Esa otra caída. Aquella que había cambiado el rumbo de su vida.

Isabella.

La mujer que no fue nombrada, pero que flotaba en el estudio como una presencia latente.

Alessia cerró los ojos apenas un segundo. Aelia se mantuvo inmutable, aunque su rostro parecía una máscara que ocultaba demasiado. Catalina bajó la cabeza. No por sumisión, sino porque el peso de aquella memoria caía como plomo sobre su nuca.




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