La alarma no sonó.
Eso fue lo primero que notaron los centinelas en el relevo de las 04:00. Las luces de monitoreo seguían verdes. La roca que sellaba el sepulcro no mostraba marcas de fuerza. El campo de vigilancia no había registrado alteraciones. Todo parecía estar exactamente como debía estar.
Excepto por una cosa.
El hueco donde Chiara debía esperar la muerte... estaba vacío.
El sudario arrugado en un rincón.
El pan, la miel, la leche: intactos.
La lámpara de aceite, apagada.
El cuerpo de la vestal no estaba.
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—La operación fue precisa —dijo Lucian Marce, con la voz más baja de lo habitual—. Sin rastros. Sin disparos. Sin alarmas. Solo ausencia.
Jean Leloir no respondió de inmediato. Revisaba en silencio las últimas imágenes de la cámara térmica exterior. Nada. Ninguna alteración desde el cierre de turno. Y sin embargo, la roca que sellaba la cripta había sido desplazada desde el exterior.
—¿Tienes idea de quién? —preguntó finalmente Jean.
Lucian negó con la cabeza. Caminaba de un lado a otro frente a la pantalla, como si pudiera detectar la falla solo con el movimiento.
—No pudo haber sido Lucio. Está bajo vigilancia desde la noche de la detención. En una celda sin acceso a comunicaciones.
—Entonces alguien más lo hizo por ella —murmuró Jean, más para sí que para el otro.
—Alguien que sabía exactamente cómo moverse. Que conocía el protocolo, los puntos ciegos, la estructura interna. No fue un improvisado. Y eso es lo que más me inquieta.
Jean entrelazó las manos detrás de la espalda.
—¿La Orden Umbra?
—No lo sabemos. No dejaron firma. Y esa es la parte más peligrosa.
—¿Y el Senado?
—Ya están convocados. Pero no por ella. Por él —respondió Lucian, refiriéndose a Lucio—. Están debatiendo si mandarlo a la Roca Negra o ejecutar la pena máxima.
—¿Aunque no haya roto el voto?
—Lo intentó. Lo suficiente como para ser un símbolo. Y la corrupción de los símbolos se castigan más duro que los otros delitos.
Jean asintió.
—¿Y qué esperas de mí?
—Encuentra la fuga. Rastreos satelitales, puertas de acceso, comunicaciones internas. Si hubo ayuda, fue desde dentro. Lo que ocurrió anoche fue una burla directa al sistema, y no vamos a dejarlo pasar como una anécdota.
—¿Y si Chiara no fue rescatada? —preguntó Jean—. ¿Y si salió por sus propios medios?
Lucian lo miró de lleno.
—Entonces la república entera está en problemas. Porque si una vestal logra escapar... y alguien le facilita esa salida, significa que ya no les temen.
Jean salió sin promesas.
Ya tenía una lista de nombres en la cabeza. Gente que había desaparecido del radar en los últimos meses. Gente con acceso, con vínculos. Ex guardianes. Sacerdotes desplazados. Operadores de la vieja red. Frumentarii exiliados.
Tal vez incluso alguien del Senado.
Y mientras tanto, en la cámara alta…
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—La cripta estaba vacía —confirmó el senador Lentulus—. Y el guardia asignado al perímetro jura que no escuchó nada. ¿Vamos a ignorar esto?
—¡El escolta sigue bajo arresto! —gritó Gneo Valerio Rufus—. ¡Y aún así la vestal se ha esfumado! ¡Esto es una conspiración! ¡Un ataque a la República!
—¿Y si fue un rescate? —preguntó una senadora más joven, con voz firme—. ¿No deberíamos investigar antes de mandar a un hombre a morir?
—¡¿Un rescate?! ¡¿De qué?! ¡Ella fue juzgada según las leyes! ¡Y él traicionó su juramento!
—¿Hubo juicio? ¿Hubo defensa?
El debate era una olla de presión a punto de explotar. No por Chiara. No por Lucio. Sino por lo que ese agujero vacío representaba.
El sistema no era infalible.
Y alguien, en algún punto, lo había perforado.
***
El peinado debía ser perfecto. Cada trenza, cada horquilla, cada pliegue de la túnica blanca debían estar en su lugar. Pero a la sirvienta se le escapaban los dedos, temblorosos.
Catalina estaba sentada frente al espejo, inmóvil. Solo su respiración delataba que estaba presente. No hablaba. No era necesario. Sabía que algo no iba bien desde que la mujer entró.
—Domina… —se atrevió al fin—. Hay rumores.
Catalina no se movió, pero la miró a través del reflejo.
—¿Qué clase de rumores?
—Del Campus Sceleratus. Esta madrugada… encontraron el hueco vacío.
Catalina parpadeó.
—¿Chiara escapó?
—No estaba ahí. Nadie vio nada. Nadie escuchó nada. No saben cómo ocurrió.
Chiara. La misma que gritó, que luchó, que fue arrastrada al castigo como un animal. ¿Había escapado? ¿La habían sacado?
—¿Lucio también…? —preguntó Catalina, con voz baja.
La sirvienta negó con la cabeza.
—Sigue prisionero. Pero… ya se dictó sentencia.
Catalina sintió un golpe seco en el pecho.
—¿Qué sentencia?
—La máxima, domina. El Senado ya lo decidió. Solo falta la fecha. Y el lugar de su ejecución.
El silencio que siguió fue más duro que la piedra.
Catalina asintió apenas, controlando el temblor en las manos.
—Puedes irte.
La mujer dudó un segundo, luego hizo una reverencia y salió. La puerta se cerró con un clic leve, casi respetuoso.
Catalina se quedó sola.
Miró el espejo. No su reflejo. Miró a través de él, como si pudiera perforar el cristal y ver más allá de las paredes del Atrium. Hacia donde lo tenían.
Lucio.
Había estado dispuesto a todo. Por Chiara. Por amor. Por una libertad que ya sabían imposible.
No podía quedarse quieta.
Tomó un trozo de papel del pequeño escritorio. Lo dobló con calma, como quien prepara un mensaje que no debe existir. Luego escribió solo dos líneas. Ni una más.
> “Necesito saber dónde y cuándo. L.”
Firmó con la inicial que solo él entendería. Luego lo envolvió en un pedazo de tela y lo ató con hilo rojo. No usó sellos. No usó símbolos.
Solo verdad.
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Minutos después, en el pasillo que conectaba con la entrada lateral del templo, Marco aguardaba en posición.