La campana de las 10:45 acababa de sonar en el Atrium Vestae.
En la rutina sagrada del templo, ese era el momento en que se preparaban los cambios de turno, el reemplazo de la vestal que custodiaba el fuego. Los corredores estaban en movimiento. Las túnicas blancas se cruzaban en silencio. Las sombras apenas rozaban las paredes.
Y Catalina… ya no estaba allí.
Se había deslizado fuera del recinto principal durante el cambio de guardia, con la cabeza baja, cubierta con un velo blanco que ocultaba la mayor parte de su rostro. Llevaba sandalias sencillas, sin el ribete dorado de su rango. Nadie sospechó. Nadie detuvo a una vestal que caminaba como si conociera cada rincón del mundo.
Porque lo conocía.
Se movía con un propósito: firme, silenciosa, decidida. Como si la vida le pesara menos que la culpa.
Al salir a la calle, la ciudad la recibió con una brisa tibia y miradas desconcertadas. Una vestal. Sola. En público. Sin escolta.
La gente no hablaba. Pero la miraba.
Y Catalina lo sabía.
Lo sentía en la piel.
Cada paso que daba era una advertencia. Cada mirada, un recordatorio de que había cruzado un umbral invisible. Uno del que no podía volver.
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En el cuartel de la Guardia Vestal, el revuelo empezó con el cambio de turno. Un centinela volvió de su puesto sin el relevo correspondiente. Otro informó que no había visto a Catalina desde la ceremonia de la mañana.
En la sala principal, los oficiales empezaban a levantar la voz.
—¿Revisaron el templo?
—Dos veces.
—¿Y los jardines?
—Vacíos.
—¡Entonces que alguien voltee la ciudad al revés!
Logan estaba en el sector de entrenamientos, recién salido de una reunión con su superior, cuando escuchó el revuelo. Aceleró el paso por los corredores, esquivando a los reclutas que se movían sin orden. En uno de los pasillos, casi choca con un joven que aún no conocía.
Lo agarró por el brazo, firme.
—¿Qué está pasando?
El recluta lo miró con los ojos muy abiertos, agitado.
—Una vestal… ha desaparecido. Salió sin escolta. Nadie sabe dónde está.
No dijo su nombre.
No fue necesario.
Logan lo soltó de inmediato y giró sobre sus talones.
El frío le recorrió la columna. No por miedo. Sino por la certeza de que era Catalina a quien se refería.
Ella lo había dejado afuera.
Ni una palabra. Ni una advertencia.
¿Traición? ¿Protección? ¿O simple estupidez?
No perdió el tiempo. En su habitación, arrojó su chaqueta sobre la cama y abrió el armario. Movió las perchas rápidamente. No buscaba uniforme. No buscaba nada que lo identificara con la Guardia.
Eligió ropa civil. Oscura. Discreta.
Mientras se cambiaba, su mente era un torbellino: ¿Adónde iría? ¿A quién buscaría? ¿Qué pensaba hacer, caminando sola por Roma, con el Senado queriendo sangre?
No había forma de detenerla.
Pero tal vez podía alcanzarla.
Estaba atándose los cordones cuando la puerta se abrió de golpe.
Pietro.
—¿Estás loco? —dijo, sin respirar—. ¿Vas a salir ahora?
Logan se enderezó sin responder. Su rostro era una máscara de rabia y determinación.
—No puedes detenerme —dijo.
Pietro cerró la puerta tras de sí.
—No vengo a detenerte. Vengo a recordarte que si haces algo, la arrastras contigo. Si te ven cerca… si te identifican…
—¿Y qué quieres que haga? ¿Esperar a que caiga sola?
Pietro lo miró. No con juicio. Con algo peor: compasión.
—Ella eligió esto, Sharp —dijo—. Sabía que ibas a intentar seguirla. Por eso no te dijo nada.
Logan apretó los puños.
—Entonces es más estúpida de lo que pensaba.
—No. Fue amor —dijo Pietro, sin dudar—. Amor del que duele. Del que protege, aunque eso implique traicionarte.
Logan no respondió. Se echó la chaqueta al hombro y cruzó hacia la puerta.
—No puedo quedarme sin hacer nada.
—Lo sé. Pero si vas… no seas Logan Sharp, escolta de la Guardia. No seas el soldado que todos reconocen. Si vas a romper las reglas, hazlo como un fantasma.
Logan asintió una sola vez. Luego salió.
***
Catalina siguió caminando por la Via Sacra, entre los puestos de flores y los peregrinos que comenzaban a aglomerarse frente al Foro.
Algunos murmuraban a su paso.
Otros se apartaban.
Una mujer se persignó al verla, como si su sola presencia fuera una profecía.
Catalina no desvió la mirada.
Sabía a dónde iba.
Sabía que nadie más podía recorrer ese camino.
Y no pensaba detenerse.
Sus pasos eran firmes, y sin embargo, cada uno dolía. No por el camino, sino por el peso. Caminaba sin mirar a los lados. Era imposible fingir que no la veían. La túnica blanca, los cabellos recogidos con perfección, el rostro cubierto por el velo… Una vestal sin escolta cruzando el corazón de Roma.
Imposible de ignorar.
Y alguien no la ignoró.
Jean Leloir la vio desde la esquina de la Via Nova, donde se había detenido a vigilar los movimientos del tribunal. Su mirada entrenada la reconoció de inmediato.
Era ella.
Una vestal sola era una anomalía.
Una vestal sola en el Foro, mientras el Senado ejecutaba un castigo, era una afrenta.
Dejó el puesto sin decir palabra y se dirigió a interceptarla. Cruzó entre la multitud, entre hombres con uniformes del tribunal y civiles que ya comenzaban a sospechar que algo grande estaba por ocurrir.
—Domina —dijo, cuando estuvo a un metro de ella.
Catalina se detuvo, apenas.
No lo conocía. Pero él sí la conocía a ella. O al menos, sabía quién era.
—No deberías estar aquí —añadió Jean, con tono bajo, medido, pero firme—. Es peligroso.
Ella no respondió. Ni lo miró. Solo dio un paso más.
Entonces lo sintió.
Un murmullo, sordo al principio, como un eco subterráneo. Luego, más fuerte.
Gente que se agrupaba en las calles aledañas. Algunos se trepaban a los bordes de las fuentes. Otros subían a las gradas frente al Senado.