El Senado estaba reunido en sesión extraordinaria. Las pantallas transmitían en directo, aunque con un leve retraso. Afuera, las plazas estaban llenas. Dentro, los asientos no daban abasto.
Los últimos acontecimientos habían puesto en jaque al sistema entero: una vestal caminando sola entre la gente, pronunciando un perdón público ante los ojos del mundo, frente a las cámaras, frente al pueblo. No hubo agresión, no hubo rebelión armada. Solo un gesto.
Y ese gesto lo había cambiado todo.
—¡No podemos tolerar más desafíos a la autoridad! —vociferó el senador Gneo Valerio Rufus, levantándose de su lugar sin pedir la palabra—. ¡Hoy es Catalina! ¡Mañana serán todas! ¿Qué clase de república seremos si permitimos que el símbolo máximo de pureza actúe como una revolucionaria?
Un murmullo recorrió los bloques conservadores. Algunos asintieron. Otros bajaron la vista. Nadie se atrevía a contradecirlo en voz alta… todavía.
—La gente no quiere símbolos vacíos —respondió Tullia Marcenio, desde su escaño, con voz firme—. Quiere verdad. Justicia. Humanos reales. Lo de ayer no fue una provocación: fue una súplica. Y el pueblo escuchó.
—¡¿El pueblo?! —replicó Rufus, casi escupiendo la palabra—. ¿Desde cuándo el pueblo tuerce el destino de la República? ¡Nosotros fuimos elegidos para decidir por ellos!
Tullia se puso de pie. Su calma contrastaba con la exaltación del otro.
—Y sin embargo, nos observan. Nos juzgan. Nos graban. El mundo entero vio cómo una vestal se levantó su mano para pedir misericordia por un hombre que iba a morir sin juicio. ¿Y qué hicimos nosotros? Nada. Miramos. Titubeamos. Eso fue lo que nos hizo temblar, no ella.
El presidente del Senado golpeó la campana con fuerza, intentando restablecer el orden, pero ya era tarde. El debate se había salido del guión.
—¡Lo que necesita esta República es orden! —insistió Rufus—. ¡Disciplina! ¡Si una vestal puede caminar por las calles sin escolta y alterar la paz pública, entonces el fuego sagrado ya no significa nada!
—Tal vez ese fuego ya no representa lo que necesita el país —murmuró un senador más joven. Su voz no fue recogida por los micrófonos, pero otros lo escucharon. Y no lo desmintieron.
—Propongo una revisión inmediata del Código Vestal —continuó Rufus—. Mayor control. Más restricciones. Penas más duras. Se acabó el romanticismo de las sacerdotisas como flores delicadas. Si son hijas de la república, deben obedecerla. Y si no, que caiga sobre ellas todo el peso de la ley.
—¿Eso incluye azotes? ¿Más tumbas sin nombre? ¿Más silencios forzados? —preguntó Tullia, sin levantar la voz, pero haciendo que todos la escucharan.
El silencio fue total.
—El pueblo no quiere castigos —añadió—. Quiere que se escuche a quienes llevan décadas sin voz. Catalina no rompió la República. Solo mostró las grietas que ya existían.
El presidente del Senado miró su reloj. El tiempo asignado para intervenciones había terminado, pero nadie se movió.
—La reforma de la ley vestal ya no puede esperar —concluyó Tullia—. No estamos discutiendo teología. Estamos decidiendo si vamos a seguir fingiendo que nada pasa… o si por fin vamos a mirar el futuro y caminar hacia él.
Rufus se sentó de golpe. No porque se hubiera rendido, sino porque sabía que, por ahora, el aire le era adverso. Había perdido la palabra. No el poder. No todavía.
En los monitores, las encuestas en tiempo real empezaban a cambiar.
La opinión pública se volcaba.
No por Catalina.
No por Lucio.
Por la sensación insoportable de que la justicia, hasta ahora, había sido un teatro.
Y esa función estaba llegando a su fin.
El presidente del Senado levantó una mano.
—Procedemos a la votación.
Un murmullo recorrió la cámara alta.
Las puertas se cerraron de inmediato. Las cámaras se apagaron. Las transmisiones en directo se interrumpieron sin previo aviso. Solo quedó una pantalla negra con el escudo oficial del Senado. Afuera, la multitud murmuró confundida. Nadie sabía qué pasaba adentro.
El procedimiento se activó en modo cerrado.
Uno a uno, los bloques fueron llamados a votar.
Los nombres aparecían en las terminales de cristal. Cada senador debía presionar uno de los dos símbolos. Azul: a favor. Rojo: en contra. El sistema no permitía abstenciones. En una situación extraordinaria, todos debían pronunciarse.
El primer bloque, reformista, votó en bloque: azul.
El segundo, los indecisos, mostró fisuras: algunos cambiaron de color. Otros mantuvieron su postura original.
El tercer bloque, los conservadores, marcó rojo. Uno por uno. Sin excepción.
Y entonces llegó el momento final.
Solo faltaba un voto.
El del presidente del Senado.
Era simbólico. Pero también decisivo. El conteo era exacto. Estaban empatados.
Cincuenta a favor. Cincuenta en contra.
Los ojos del recinto estaban sobre él. Las pantallas de cristal flotante mostraban su nombre. Su historial. Su ambigüedad constante. Nadie sabía con certeza qué haría. Ni siquiera él.
El presidente del Senado exhaló. Cerró los ojos por un segundo. Recordó el silencio del Atrium, el grito de la vestal, el rostro del guardia arrodillado frente a la multitud, cuando fue perdonado. Recordó las cartas. Las amenazas. Las súplicas.
Luego apretó el botón azul.
Afuera, nadie supo nada durante horas.
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La plaza frente al Senado seguía llena. Cientos de personas esperaban bajo el sol. Muchos habían llegado en la madrugada. Otros, desde ciudades lejanas. Había banderas, pancartas, cámaras de periodistas extranjeros, y en todos los rostros, la misma pregunta:
“¿Habrá reforma?”
Cuando la gran puerta del Foro se abrió al fin, el murmullo se apagó. Un funcionario salió caminando con paso firme, sin escolta, con un sobre sellado en la mano.
Subió cada peldaño como si cargara el peso del país sobre la espalda.