Fuego y sangre

Capitulo 36

La carta seguía entre sus dedos. Arrugada, con las marcas de sus uñas presionadas sobre el papel. Catalina no se había movido desde que cruzó el umbral de su habitación. Caminó en línea recta, como si llevara los pies atados al suelo, y se dejó caer sobre el borde del diván, con la espalda rígida y la mirada fija en ningún punto en particular.

No la había leído dos veces. No hacía falta. Las palabras seguían repitiéndose en su cabeza, como una gota que cae una y otra vez sobre el mismo lugar hasta que rompe la piedra.

"El señor Nigro Visconti presenta este pedido con la intención de formalizar una propuesta de matrimonio..."

No hubo rabia. Ni gritos. Solo vacío.

El sonido del picaporte girando no la sacó de su trance. Tampoco los pasos suaves que se acercaban por detrás.

—¿Catalina...? —susurró Aelia.

Catalina no respondió.

Aelia avanzó con cuidado, sin atreverse a interrumpir el silencio más de lo necesario. La vio de espaldas, encorvada, los hombros caídos como si cargara una carga demasiado grande para su cuerpo. Y entonces vio el papel, aún apretado entre sus manos.

—¿Estás bien?

Catalina alzó la cabeza con lentitud. Su rostro estaba pálido, los ojos vidriosos. No dijo una palabra. No lo necesitaba.

Se puso de pie sin decir nada. Dio un solo paso hacia Aelia. Y la abrazó.

Fue un gesto brusco, urgente. Como una copa de cristal cuando se rompe y derrama su contenido.

Como si el contacto fuera el único puente para no caer en el abismo.

Aelia la sostuvo sin hacer preguntas. Sintió cómo el cuerpo de Catalina temblaba. Cómo su respiración se volvía entrecortada. Y luego, al fin, el llanto.

No un llanto suave. No de esos que se ocultan. Fue un desgarro.

Catalina apretó los puños contra la espalda de Aelia y lloró como si llevara meses guardándolo todo. Meses de silencios, de miradas contenidas, de órdenes disfrazadas de protección. Meses de amar sin poder decirlo. De temer sin mostrarlo.

Aelia no habló. Solo la sostuvo.

Pasaron minutos así. Inmóviles, en un rincón del Atrium que por una vez se sintió ajeno a la ley, al deber, a la pureza.

Solo dos jóvenes abrazadas en medio de una tormenta.

Cuando Catalina por fin aflojó el abrazo, Aelia no preguntó nada. Solo le tomó la carta de las manos, la dobló con delicadeza, y la dejó sobre la mesa.

Catalina la miró como si intentara encontrar en su rostro una respuesta a una pregunta que no podía formular.

Aelia acarició su mejilla con el dorso de los dedos.

—Lo que sea que decidas —dijo, muy bajo—, no estarás sola.

Catalina no asintió. No lo negó. Solo cerró los ojos.

Y por un momento, solo por uno, permitió que otra persona compartiera el peso de su mundo.

***

El vapor lo envolvía todo.

Catalina caminaba descalza por el mármol húmedo de un lado a otro. La túnica fina se le pegaba a la piel, pesada por la humedad. El calor no era solo físico. Estaba hirviendo por dentro. Por la carta. Por el silencio de Occia. Por lo que no dijo Aelia. Por todo lo que ese maldito nombre en el papel significaba.

Nigro Visconti.

Esa no era una oferta conveniente.

Era una jaula nueva.

Se sentó junto a la pileta central, los brazos cruzados sobre las rodillas. Las manos todavía apretaban el papel arrugado. No podía soltarlo. Como si hacerlo fuera aceptar que todo ya estaba decidido.

El sonido de una puerta la hizo girar.

No se sorprendió al verlo entrar. Lo había hecho llamar. A través de Aelia.

Logan cerró la puerta tras de sí. Avanzó con pasos firmes, pero no apresurados. Como si temiera romper algo que ya estaba resquebrajado.

—Dime que no es cierto —dijo él sin rodeos.

Catalina no respondió.

Tenía los ojos enrojecidos, el rostro tenso, la respiración entrecortada por el calor y por todo lo demás.

—Imagino tu reacción cuando lo supiste —continuó él—. No lo vas a aceptar ¿Verdad?

Catalina bajó la cabeza.

—No lo sé.

Logan se detuvo frente a ella, el pecho subiendo y bajando. No por el vapor. Por lo que estaba conteniendo.

—No te casarás con él —dijo. No lo pidió. Lo afirmó.

Catalina lo miró, furiosa.

—¿Y qué quieres que haga, Logan? ¡¿Que espere a que me entierren como a Chiara?!

—¡No! Pero tampoco que te entregues a esos cabrones como si fueras una pieza más del juego.

Ella se levantó. La túnica mojada pegada al cuerpo. El cabello suelto. La rabia acumulada en la espalda.

—¡No es un juego! No para mí. Cada paso que doy está vigilado. Cada palabra que digo puede condenarme. ¿Tú sabes lo que es vivir así?

Logan dio un paso más. Ahora estaban a centímetros.

—¿Y tú sabes lo que fue no poder tocarte durante un año? ¿No poder protegerte? ¿Saber que te apagabas y no poder hacer nada?

Catalina tembló.

—Entonces ¿qué hacemos? ¿Huir? ¿Dejar que te encarcelen por mi culpa? ¿Que te condenen a muerte? No Logan.

Él tragó saliva. No tenía respuesta. No una que sirviera. No una que los salvara.

—No puedo verte con él —confesó—. No puedo imaginarte con otro. No lo aceptaré.

—¿Y qué quieres que haga, Logan? —preguntó, la voz quebrándose—. Dímelo. ¿Quieres que diga que no? ¿Y después qué?

—Después luchamos.

—¿Contra qué? ¿El Senado? ¿La República entera?

Logan se pasó la mano por el rostro, desesperado.

—Contra todo si es necesario. ¡Pero no lo hagas! Después no habrá vuelta atrás.

Catalina se acercó. Le agarró la camisa con ambas manos. Lo sacudió, apenas.

—¿Y si te matan, Logan? ¿Si mueres por protegerme? ¿Crees que podré vivir con eso?

—¡Yo tampoco podré vivir sabiendo que permití que te entregaran a alguien que no amas!

Se miraron.

Respirando como si hubieran corrido kilómetros.

Catalina lo soltó. Dio un paso atrás.

—No puedo más —dijo, apenas audible—. No puedo pensar. No puedo decidir. Todo me duele. Todo me aplasta.




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