El Pontifex Maximus no se anunció al entrar en el Atrium.
A media mañana, con la toga oficial y el rostro endurecido, cruzó el portón acompañado por dos asistentes del Senado y una escolta reducida. No era una visita. Era una advertencia.
El eco de sus pasos resonaba entre los corredores mientras las sirvientas detenían lo que hacían. Las más jóvenes bajaban la vista. Las mayores intercambiaban miradas de inquietud. Nadie osaba detenerlo. Nadie preguntaba a qué venía.
Catalina lo esperaba en la sala de reuniones. No por obediencia, sino por claridad. Quería que quedara claro quién era, y de dónde venía. Si iban a juzgarla, que lo hicieran sabiendo a quién enfrentaban.
Cuando el Pontifex entró, la miró como quien mira a una traidora. Ella le sostuvo la mirada, inmóvil.
—¿Cuál es tu decisión? —preguntó, sin rodeos.
Catalina entrelazó las manos frente a su abdomen. Sintió que el corazón le latía en los oídos, pero la voz le salió limpia.
—Me casaré con Logan Sharp.
Silencio.
Uno de los asistentes cambió de postura, incómodo. El otro evitó mirarla. El Pontifex no se movió. Su rostro no mostró sorpresa. Solo desdén.
—Qué desperdicio —dijo—. Podríamos haberte enterrado con Chiara y nos habrías ahorrado tiempo. Aceptar la propuesta de un don nadie.
Catalina no respondió.
—Te hemos protegido. Hemos desviado rumores, cubierto errores, evitado escándalos. Y así nos pagas: aceptando un matrimonio que deshonra tu juramento y ensucia el templo. ¿Sabes cuántas vidas has puesto en peligro con esta decisión?
—No lo hago para salvar a nadie —respondió ella—. Lo hago para salvarme a mí.
El Pontifex dio un paso adelante, acercándose. Su voz se volvió más baja, más amenazante.
—Eres una niña tonta. Y como todas las niñas tontas, vas a aprender con dolor.
—Ya he aprendido con dolor —dijo Catalina.
—Estás escogiendo el camino más corto hacia tu ruina.
—No. Estoy escogiendo el único camino que no es una mentira.
Los asistentes intercambiaron una mirada, sorprendidos por la firmeza de su voz. El Pontifex no retrocedía.
—¿Tienes idea de lo que esto significa? ¿Del precedente que sienta? Una vestal casándose con un escolta. El Senado estallará. Los conservadores pedirán tu cabeza. Y no podremos detenerlos.
Catalina alzó la vista.
—¿Acaso ahora no quieren mi cabeza? Si me caso con Logan me llamarán impura. Si me caso con Nigro Visconti dirán que me vendí. Y si no acepto a ninguno, tarde o temprano me enterrarán viva por incomodidad política. Así que prefiero quedarme con lo único que es mío.
—¿Qué cosa? —espetó él.
—Mi voluntad.
El Pontifex la abofeteó.
—Esto no es personal. Es institucional —dijo, sacudiendo su mano—. Tú eres una grieta. Y las grietas se sellan rápido o destruyen el templo
El golpe le giró el rostro. Catalina cerró los ojos, respiró hondo. No lloró. No cayó. No pidió disculpas.
Cuando volvió a mirar al Pontifex, tenía una línea roja cruzándole la mejilla, pero no había rastro de miedo.
—Eso no funcionó con Isabella y tampoco funcionará conmigo. Por eso estoy aquí.
La frase quedó suspendida en el aire.
El Pontifex dio un paso atrás. Su silencio era más pesado que su presencia. Luego se giró sin una palabra y salió de la sala con la misma autoridad con la que había entrado.
Los asistentes lo siguieron.
Catalina no se movió. Esperó hasta que el sonido de sus pasos se extinguió del todo.
Solo entonces se permitió respirar de nuevo.
Pero no tembló.
Porque si iban a destruirla, tendrían que hacerlo sabiendo que no la habían doblegado.
***
Aurora se había sentado al borde del sillón más alejado, envuelta en una túnica liviana, los hombros tensos, los dedos trenzados sobre su regazo.
Nigro estaba de pie frente a la chimenea, con la chaqueta abierta, las mangas dobladas hasta los codos. No se movía. No hablaba. Parecía un retrato congelado.
—No comiste nada durante la cena —murmuró ella al fin.
—No tenía hambre.
—No hablo de eso. No volviste a tocar tu plato cuando Luca habló de la propuesta.
Nigro giró lentamente, clavó los ojos en ella.
—No puedo seguir fingiendo que no estás aquí. Que no existes. Que no estás… —desvió la vista, como si le costara decirlo— …esperando a mi hijo.
Aurora bajó la mirada. Una mano acarició con cuidado su vientre apenas redondeado.
—No deberías decir eso en voz alta.
—¿Por qué? ¿Por miedo? ¿Por costumbre? —dio un paso hacia ella—. Pasaron años, Aurora. Te escondí del mundo porque pensé que así te protegía. Pero ahora… ahora hay algo más en juego.
—Y por eso quieres arruinarlo todo —respondió ella, levantando la voz, aunque le temblara un poco—. No entiendes que si hablas, si se enteran… no solo me juzgarán a mí… nos juzgarán.
Nigro se detuvo. La miró como si hubiera dicho una herejía.
—¿Y qué propones? ¿Seguir con esto? ¿Viviendo en la sombra? ¿Criando a nuestro hijo como si fuera un accidente que nadie debe conocer?
Aurora apretó los dientes.
—No es por vergüenza, Nigro. Es por ti. Por tu nombre. Por lo que Luca planea. Si Catalina se casa contigo, si logran posicionarte como el nuevo rostro de la República… tú podrías cambiarlo todo desde adentro. Como siempre soñamos.
—¿Casarme con Catalina? —la interrumpió, casi con asco—. ¿Crees que alguna vez consideré esa posibilidad?
—Luca sí —respondió ella, sin pestañear—. Y tú nunca te negaste.
Nigro la miró en silencio por un largo momento. Luego se sentó frente a ella, sin dejar de observarla.
—Lo único que quise fue cambiar desde adentro tu destino. Si te hubiera entregado al Collegium esa noche… pero dijiste que ya no había esperanza.
Aurora desvió la mirada.
—Y tú dijiste que serías senador para cambiar las leyes.
—Y lo seré —susurró él.
El silencio volvió a instalarse entre los dos, pero ya no era frío. Era denso. Cargado de todo lo que no podían decir.