La carta llegó antes del amanecer.
Catalina no dormía. Llevaba horas sentada junto a la ventana, con las piernas recogidas y los ojos secos. Cuando escuchó el roce de papeles bajo la puerta, supo que era eso. No esperaba otra cosa.
El sobre tenía el sello del Senado. El lacre aún caliente.
Lo abrió con dedos firmes.
Una sola hoja.
Un solo mandato.
> “Se requiere la presencia de la vestal Catalina ante el Senado. Comparecer ipso facto.”
Ninguna explicación. Ningún margen.
Solo la orden.
Y una línea final que parecía un veredicto sin juicio:
“Vestis alba, protocolum altum.”
Vestido blanco. Protocolo alto. Como una boda.
Como un sacrificio.
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La sirvienta entró poco después. Catalina ya estaba de pie, en silencio, junto al escritorio.
La túnica blanca esperaba sobre la cama.
—¿Es hoy? —preguntó la joven, con la voz apenas un susurro.
Catalina no respondió. No hizo falta.
La muchacha bajó la mirada, y se acercó. Comenzó a vestirla en silencio, con movimientos más lentos que de costumbre.
Como si el tiempo se hubiera vuelto algo espeso.
Cada prendedor, cada horquilla, cada pliegue era una despedida.
Cada toque, un rezo no dicho.
Catalina no lloró. No habló.
Pero en su garganta vivía un nudo que ni el aire podía atravesar.
Cuando la túnica estuvo puesta, la sirvienta le entregó el cinturón dorado.
Catalina lo ató con sus propias manos.
Firme. Inquebrantable.
—¿Quieres que avise a alguien? —preguntó la muchacha—. ¿Alessia? ¿Occia?
Catalina negó con la cabeza.
—Nadie puede hacer nada —dijo—. Ya no.
La joven asintió, mordiéndose los labios. No supo qué decir. No supo si debía quedarse o marcharse.
—¿Puedo...? —dudó—. ¿Puedo abrazarte?
Catalina la miró, sorprendida. Luego asintió, despacio.
El abrazo fue breve. Torpe. Sincero.
Y por un instante, Catalina sintió algo parecido al consuelo.
—Haz una oración por mí —murmuró.
La muchacha no respondió. Solo se inclinó en reverencia y salió de la habitación, cerrando la puerta con extremo cuidado.
Como si al menor ruido, todo pudiera romperse.
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Catalina caminó sola por los pasillos del Atrium.
No se cruzó con nadie. O tal vez sí, pero nadie se atrevió a interrumpirla.
Las estatuas, los altares, los corredores… todo le parecía parte de otro mundo, uno al que ya no pertenecía.
Ese día no era una vestal. No era una novia.
No era una traidora.
Era una mujer caminando hacia su destino.
Catalina caminó en silencio hacia el templo, mientras los primeros sonidos de la ciudad despertaban al otro lado de las murallas. No necesitaba escolta. No esa mañana. Nadie se atrevería a detenerla.
El mármol estaba frío bajo sus pies. El aire tenía un olor seco, casi metálico. Como si el día supiera que algo estaba a punto de romperse.
Aelia la vio llegar desde el altar central. Se puso de pie enseguida, sin decir nada. Catalina no explicó su presencia. Solo se detuvo frente al fuego.
—¿Puedes dejarme a solas un momento? —preguntó, sin mirarla.
Aelia dudó apenas, pero asintió. Retrocedió unos pasos. No salió del templo, pero se quedó junto a las columnas, en silencio, como una sombra respetuosa.
Catalina se acercó al focus. Las llamas danzaban con calma. Como siempre. Como nunca.
Se arrodilló.
Durante años, ese fuego había sido su deber. Su condena. Su excusa para no sentir. Su refugio.
Ese fuego lo había visto todo. Su niñez. Sus errores. Su amor.
Catalina cerró los ojos.
—No sé si hoy regreso —murmuró—. Pero si no vuelvo… tú seguirás ardiendo.
Se inclinó hacia adelante, lo justo para que el calor le tocara la piel de la frente. No se quemó. No tembló.
—No pido milagros. Solo que no se apague.
No lloró. No podía hacerlo allí.
Se puso de pie sin más palabras, giró con paso firme y caminó hacia la salida.
Aelia ya la esperaba. Al verla venir, notó algo que no había visto antes: la túnica blanca de Catalina no era la misma de siempre. Tenía un peso distinto. Como si ya no perteneciera al templo.
Catalina se detuvo frente a ella.
—Puede que no regrese del foro —dijo, con voz serena.
Aelia tragó saliva. Abrió la boca, pero no encontró palabras.
—La próxima serás tú —añadió Catalina, más suave—. Y estaré esperándote. A ti... y a Pietro.
Aelia bajó la mirada, vencida por la emoción. Tomó las manos de Catalina y las besó, como si fueran las de una reina.
Catalina no dijo nada más.
Se alejó sin mirar atrás. La túnica flotaba detrás de ella como una promesa rota.
Aelia la observó hasta que desapareció por completo.
El fuego, a su espalda, seguía ardiendo. El templo… ya no era el mismo.
***
El recinto del Senado estaba en silencio. No un silencio común, sino uno que pesaba. Cada respiración contenida. Cada mirada clavada en el centro de la sala.
Catalina caminó despacio hasta posicionarse en su lugar. Vestida de blanco, con el cabello recogido con precisión, parecía más un símbolo que una persona. Aun así, el leve temblor en sus manos delataba lo que ocurría bajo la superficie.
Occia, sentada en la primera fila de la galería reservada, no apartaba la vista de ella.
Alessia estaba más atrás, en pie, sin moverse.
Aelia no había sido autorizada a acompañarla.
Catalina se quedó de pie en el centro, esperando.
Esperando que alguien formulara la pregunta.
Esperando que el presidente del Senado hablara.
Ese momento lo habían ensayado, lo habían imaginado. Era el clímax de la reforma: una vestal decidiendo entre dos propuestas de matrimonio que, cada una a su modo, reescribían las reglas del poder. La pureza, el deber, la república. Todo estaba condensado ahí.
La sala entera contenía la respiración.
El presidente del Senado se inclinó hacia el micrófono. Pero justo antes de que emitiera una palabra...